El oficio de pregonero es antiguo y noble. Casi se podría afirmar, sin miedo a error, que es tan ancestral como el propio mundo. “Publicar y hacer notoria, a voz en cuello, alguna cosa de interés por las calles y mercados”, siempre fue una forma de comunicación más útil y rápida que aquella que se hacía a través de papeles, pues hasta no hace excesivos años –siempre hablando en tiempo histórico- no eran muchos los alicantinos que sabían leer y escribir. Si nos atacaba un enemigo o la municipalidad subía el precio de la harina, pongamos unos ejemplos, existía una urgente necesidad de contarlo al populacho; y aquello de “el señor Alcalde hace saber…”, gritado por las calles y recovecos de Alicante, corría de boca en boca mucho más rápido que un chismorreo de Dña. Antonia “la viuda”.
No obstante, un día llegó la modernidad; y, con ella, la merma considerable del analfabetismo entre la población. ¡Deo Gratias! “Los pregoneros y vendedores dejaron de vocear, hurtándonos así un entrañable trajín urbano y humano”. Se seguía subiendo el precio de la harina, el agua, la luz o la leche –que les voy a contar- pero, a diferencia de antaño, la municipalidad ahora gritaba poco y hablaba quedo, casi en susurros, consciente quizá que no era de recibo asustar al pobre ciudadano que yacía todos los días agachado de espaldas y con los pantalones bajados. “El pregonero había quedado para vestir santos o, como mucho, para anunciar cucañas o celebraciones populares”. Ahí tenemos al rapsoda de las fiestas de Moros y Cristianos, Fogueres de Sant Joan, Navidad, Semana Santa, barrio o pedanía… y paren ustedes de contar.
D. Víctor Viñes Serrano, periodista veraz y narrador elocuente de “las cosas que fueron en nuestro Alicante”, nos acercó hace la friolera de 60 años la vieja estampa de los vendedores ambulantes, desaparecidos de tal forma de nuestra historia que ya ni la memoria de los más ancianos nos hacen cuenta de ellos. En su libro “Al pie del Benacantil”, quedó patente el soplo de fuerza y vida que exhalaron a esta aletargada ciudad… y así quedó para la eternidad aprisionado en sus ronzales, tarros y tinajas de gratos condumios.
El pregonero según Gastón Castelló
El “slogan” de cada pregonero, obviamente, era único, personal e intransferible, quedando siempre prendido en el ambiente popular de antaño. Tanta fue su perdurabilidad, que los vendedores se relevaban unos a otros, “jalonando toda una serie de recuerdos engarzados en sus gritos y conjuntando una verdadera narración de nuestras costumbres y economía”.
Ese fue el caso de Juanita “La Pastillera”, muy popular en las noches verbeneras del estío, a principios del Siglo XX. Frecuentaba las terrazas de los cafés más selectos de la Explanada –Novelty, Suizo o Comercio- peripuesta, “con vistosas blusas de mangas de farol, amplios encajes en el escote y larga falda negra al gusto de la época”. Portaba una poco voluminosa cestita con golosinas, que unas veces le servían para su pequeño negocio callejero y otras para disimular contactos masculinos menos inocentes: “¡Caramelos! ¡Pastillas de café con leche… son de Logroño!” La rima fácil nos hace suponer cuáles eran esos contactos “menos inocentes”.
Del pintoresquismo de aquellos personajes también cabe recordar a “Don Pitocho”, atildado memorialista de nariz roja y mirada perdida que, entre adivinación y adivinación, ejercía la noble profesión de escribir cartas por encargo a las madres y criadas analfabetas que tenían algún familiar destinado en la Guerra de África, sobre una mugrienta mesilla instalada en la actual Plaza del Ayuntamiento. O aquella “Tía Chamela” de la Plaza de San Cristóbal, que expendía “pringosas confituras contenidas en oxidados botes de hojalata”.
Entre “Ajos de Villena”, “Bachoquetes de Santana” y “Arrop i tallaetes…mel de romer”, circulaban personajes y personajillos que poco o nada entregaron a la ciudad de Alicante más que su encanto y picaresca natural. El “Tío Curruco”, vendedor de golosinas con una conocida fachenda -“el tío de los currucos son de alta novedad, son los currucos de crema del submarino Peral”-, que era respondido con la misma tonadilla por el respetable –“al tío de los currucos, mala puñalá le den; ha puesto a mi niña enferma, con los currucos de ayer”-; o la vendedora de sangre de cordero, que tan buena está frita con cebolla, cuando antiguamente no existía Ministerio de Sanidad alguno capaz de impedir su dispensación pública. “¡Sangueta Calenteta…acabaeta de bollir!”, gritaba a voz en cuello en los atardeceres de verano, cesta en brazo atestada de blancos y limpísimos lienzos que guarnecían “los coágulos de la sangre de cordero, húmedos y esponjosos”.
Aquello sí era un manjar, pues “no había más “tapas” en los bares que las almendras tostadas y saladas, las gambas hervidas y los cangrejos enrojecidos capturados en nuestra costa”, que se expendían por vendedores ambulantes a las puertas del “Café de las Naciones”, “La Austríaca” o “El Chufero”.
Y así, acompañados desde el cálido abrigo de la cama por la voz rota y estridente del sereno –“¡Sereeeeeeeno, ¡qué hora es!”… “¡Las dos y media y lloviendo… Sereeeeeeno!”-, la del tapicero de sillas viejas -“¡Eeeeeeel cahirero!”, o la del vendedor nocturno de café, a diez céntimos el vaso –“¡Quitoooo… Ponme un café deixos…!”, fueron pasando los años y las eras, hasta llegar, cosas del progreso, a un momento en que, por no acordarnos, ya ni nos suena “El Ciego Gostino”, tocado con mugrienta chistera, que entraba en nuestras casas al son de “¡Ave María Purísima!” -“¡Sin pecado concebida!”, respondido- para recitarnos por cinco o diez céntimos “la orasió del día”, a medio tono y con la vista clavada en el techo con estéril fijeza.
Como dijo D. Víctor Viñes, “es una auténtica desgracia que todos estos momentos se perdieran”, como asimismo las costumbres y los chascarrillos del ayer. Quizá ahora seamos más listos –o no…-, y también más modernos; pero nadie me negará, llegado el caso, que sin tantas muestras de devoción del populacho alicantino, también somos un poco más huérfanos.
JUAN JOSÉ AMORES