30 enero 2013

ALICANTE Y LA GUERRA DE LOS INFANTES DE ARAGÓN (1429-30). PARTE 1


Los infantes de Aragón y la Corona de Castilla.

Tras el Compromiso de Caspe (1412), el regente castellano don Fernando de Antequera, tío del rey Juan II, se convirtió en el monarca de la Corona de Aragón. El linaje de los Trastámara se sentaba en los tronos castellano y aragonés con importantes repercusiones de cara al futuro. Don Fernando murió en 1416 y dejó la corona a su hijo don Alfonso. Los hermanos del flamante rey aragonés obtuvieron destacados honores y patrimonios. Eran los infantes de Aragón, que trataron de imponer su voluntad al débil titular de la realeza castellana, originando una serie de conflictos en el interior de Castilla y entre ésta y Aragón. Por su posición geográfica cercana a Castilla y su valor estratégico la entonces villa de Alicante se vio involucrada en estas luchas fratricidas.

 El infante don Enrique de Aragón no pudo retener al propio rey Juan II para someterlo a sus dictados, y en junio de 1423 fue hecho prisionero. Sus seguidores se exiliaron en el Reino de Valencia. Su esposa doña Catalina, hermana de Juan II, alcanzó la fortaleza de La Mola, desde donde con la inestimable ayuda de don Pero Maça se dirigió a Cullera y Denia. Tal lance ocasionó en 1425 el desafío caballeresco de don Pero, señor de Novelda, con el señor de Almazán, del linaje de los poderosos Mendoza de Castilla.

 Castillo de la Mola (Novelda)

A partir de julio de 1424 Alfonso V de Aragón se preparó para la guerra, contratando caballeros valencianos y solicitando ballesteros de los municipios del Reino. Por el Pacto de Araciel (3 de septiembre de 1425) se alcanzó la liberación del díscolo Enrique de Aragón, aplazándose de momento la colisión. Sin embargo, no todos los aristócratas castellanos se resignaron a esta injerencia aragonesa. Don Álvaro de Luna logró ganarse el favor del rey don Juan, y decidió oponerse a los infantes. Alejó de la Corte a don Enrique y a su hermano don Juan, que se convertiría en rey de Navarra, aprovechándose de sus discordias. Aplazada su tentativa de dominio del Reino de Nápoles, Alfonso V no se arredró ante sus enemigos castellanos.

 La guerra en el Reino de Valencia.

 En enero de 1429 Alfonso de Aragón planeó pasar a la acción contra Castilla. En principio diseñó una incursión militar para captar las voluntades de los enemigos de don Álvaro de Luna. Desde 1425 insistía en su propaganda, con escaso éxito, que acudía en auxilio de su eclipsado primo don Juan para remedio de la justicia y de la cosa pública en Castilla. El 29 de junio de 1429 se declaró la guerra, rompiéndose las hostilidades por el frente de Calatayud. Jorge Sáiz ha subrayado la eficacia de los servicios de intendencia del monarca aragonés, capaces de desplegar importantes contingentes de ballesteros gracias a la consecución de valiosos préstamos. Sin embargo, la brillante campaña inicial se convirtió en una pesada guerra contra Castilla, que condujo al agotamiento aragonés ya en el mes de septiembre.

 Pronto saltaron las hostilidades a tierras valencianas. A mediados de julio de 1429 el adelantado del Reino de Murcia don Alfonso Yáñez Fajardo incursionó por el territorio de Játiva, alarmando a todos los valencianos. El peligro castellano y el agotamiento de las arcas reales aragonesas obligaron a Alfonso V a convocar Cortes de sus Estados en octubre de aquel año. Los representantes valencianos se congregaron en Traiguera y San Mateo. Pese a denunciar que no correspondía al estado del Reino una guerra tan arriesgada, las Cortes de Valencia no pusieron trabas a su rey. Nunca pretendieron como las catalanas reunidas en Tortosa enviar embajadores directamente al rey de Castilla para tratar del fin del conflicto.

 Se temieron grandes ataques por la frontera de la Mancha de Montearagón, y el maestre de Montesa Romeo de Corbera fue nombrado capitán general del Reino. Se aprobó la exacción de las generalidades con vistas a sufragar los gastos de la guerra. Una fuerza de 750 guerreros a caballo y 250 servidores bajo las órdenes del gobernador Pérez de Corella fue aprestada por cuatro meses, pudiendo contar con la cooperación de las huestes concejiles para atacar Murcia y La Mancha. Contingentes de ballesteros se ubicaron en los puntos sensibles de Chiva, Buñol, Caudete y Biar. Por desgracia en el invierno de 1430 el conde de Luna, señor de Alcoy, Seta, Gorga, Travadell, Segorbe y otros lugares del Reino, se alzó contra Alfonso V. Asimismo desde la Gobernación de Orihuela llegaban alarmantes noticias. 

 La apurada situación de Orihuela.

Punta de flecha del Reino, la Gobernación de Orihuela mostró a menudo su entereza ante los zarpazos de los enemigos castellanos y granadinos. Consciente de la necesidad de paz, vital para alentar su riqueza, sus gentes se mostraron dispuestas a alcanzar acuerdos con sus rivales. A mediados de abril de 1427 Orihuela y Murcia suscribieron unas capitulaciones para frenar las incursiones de la Granada nazarí y mejorar la cooperación entre las autoridades cristianas de ambos lados de la frontera. El pleito entre Alfonso V y Juan II dañó estas buenas intenciones y exacerbó la rivalidad entre localidades vecinas.

 Se alzaron los estandartes municipales de guerra, y la todavía villa de Orihuela se aprestó a aplacar las cabalgadas del adelantado de Murcia. La guerra enseñó a los de aquí su cara más desagradable. Se atacaron los términos oriolanos. El cautiverio y la búsqueda de mejores retribuciones en otros frentes mermaron las filas de sus guerreros montados. Agobiada por el peso de los dispendios, la villa pretendió no pagar las generalidades, pidiendo además ayuda económica directa al rey. El quebranto de Orihuela amenazó seriamente la seguridad de toda la Gobernación. El 23 de febrero de 1430 el adelantado en una de sus incursiones envió a Pedro Soto a saquear la Huerta de Alicante. Según Bellot se aprisionó a mucha gente y se robó no escaso ganado. 

 Los preparativos militares de Alicante.

 El contraste entre la importancia reconocida a la plaza alicantina, “clau del Regne”, y su fuerza efectiva era notable. Con unos cuatrocientos vecinos en sus términos, sin contar los de Monforte, todavía se resentía de las dificultades desatadas a lo largo del Trescientos. En 1418 su mensajero Berenguer d´Artés se lamentó ante el rey de su abatimiento y despoblación. La monarquía atendió con irregularidad estas cuitas con vistas a preservar su autoridad en el territorio.

 La cercanía de importantes comunidades mudéjares, a veces cómplices de los incursionadores granadinos, planteó serios problemas de seguridad. En 1423 se requisó a los mudéjares de Crevillente catorce ballestas, treinta y ocho lanzas, treinta y seis dardos, nueve aljabas y más de ochocientos martinetes. Estas armas se depositaron en Alicante, que recibió al mismo tiempo una importante provisión de armas, junto a la responsabilidad de custodiar a peligrosos prisioneros. El castillo recibió treinta pavesas, veinticuatro azagayas, seis lanzas largas, ochocientos cincuenta viratones, cinco ballestas y dos martinetes de cuerda por un valor total de 540 sueldos, y la villa cuarenta y cinco escudos y setecientos cincuenta viratones valorados en 543. La importancia de las armas arrojadizas en la protección de nuestras posiciones queda fuera de toda duda.

 Interior del Castillo de Santa Bárbara

 Estas aportaciones puntuales no consiguieron solventar las principales deficiencias defensivas alicantinas, muy sensibles en relación al castillo. La alcaidía, bajo el régimen de tenencia “a Costum d´Espanya”, recayó en personas como Francesc Vilanova o Francesc de Bellús, que descargaron sus responsabilidades en el “sots-alcaid”, generalmente un miembro de la oligarquía local como Pere Burgunyo o Bernat Bonivern, en ocasiones mal retribuidos y sin los fondos suficientes para afrontar no pocos pagos. A menudo faltaron soldados de guarnición, y la fortaleza estuvo necesitada de no pocos arreglos. En 1428 el “obrer de la vila” Tomás Celer recibió 615 sueldos por reparar las torres del Homenaje y de Cerver de la fortaleza. Esta acción se quedó corta en tiempos de guerra, y el 6 de febrero de 1430 el rey conminó a la bailía a pagar su provisión. Tomás Celer reparó la brecha del albacar por 440 sueldos, cubrió la cuadra de la torre del Cerver por 106 y dispuso una serie de puertas en diferentes torres por 135. En la torre de Sant Jordi dispuso un par de ellas, al igual que en la de la Batalla y la de Cerver, y en la del Canyar dos. Se temía un ataque enemigo contra el albacar de la fortaleza, al estilo del de Jaime II en 1296. El máximo esfuerzo no se centró de todos modos en las obras de reparación, sino en la provisión de armas, víveres y otros menesteres por valor de 1.966 sueldos, el 74% del dispendio total de 1430.
A la altura del ocho de junio ya se había adquirido lo necesario de mercaderes y artesanos de la Corona de Aragón, de la ciudad de Valencia en particular. Se compró al herrero valenciano Antoni Tolrà una bombarda de tres cañones de calibre, capaz de disparar unas cuatrocientas libras o un proyectil de más de 140 kilogramos (una pieza digna de la Guerra de los Cien Años), y otra más modesta bombarda de un cañón que podía lanzar de siete a ocho libras (cerca de 3 kilos). El especiero de Valencia Joan Sala aportó la pólvora a razón de 40 sueldos la arroba. La vocación artillera de nuestro castillo ya se mostraba bien diáfana. Al capítulo del armamento se añadieron dos martinetes, quince corazas guarnecidas con cañamazo y cuatro ballestas de acero de catorce “cairons” o puntas cubiertas con cuero rojo. Entre los víveres se encontraron partidas de queso de Cerdeña, servidas por el comerciante barcelonés Marc de Pertusa, por valor de 33 sueldos, una carga de arroz por 74 sueldos, lentejas por más de 32 (aportadas por el mudéjar de Gandía Abrafim Redona), tres docenas de merluzas por 63, y una cantidad de aceite por 93, lo que da idea de la diversidad y de la calidad de la dieta de los defensores del castillo en comparación con otros combatientes. Complementaron las adquisiciones una arroba de clavo por valor de 33 sueldos, cañamazo por 43 y un molino de sangre valorado en 330.

En Alicante se libró hasta la Guerra de la Independencia una titánica lucha para conseguir unas defensas a la altura de los desafíos. Desde la segunda mitad del siglo XV la expansión comercial posibilitó a las haciendas locales, la municipal y la real, destinar a tal fin valiosas cantidades, por desgracia no siempre suficientes. Sin embargo, la bailía general del Reino tuvo que correr con buena parte de los gastos en 1430 ante el peligro de la fuerte flota castellana. 

La gran armada castellana.

Juan II quiso devolverle la jugada a Alfonso V entrando militarmente en la Corona de Aragón. En diciembre de 1429 se convocaron las cortes castellanas en Medina del Campo para votar los fondos de la campaña de 1430. Bien conscientes del poder naval aragonés, los castellanos armaron junto a las tropas terrestres una destacada flota.

 La Reconquista del siglo XIII puso de manifiesto la vocación marinera de la Corona de Castilla (bien patente en los privilegios otorgados por Alfonso X a Alicante). En el XIV sus armadas se midieron con razonable éxito con las de potencias tan marineras como Aragón, Portugal o Inglaterra, y sus ímpetus no decayeron en el Cuatrocientos. A los inicios de la conquista de las Canarias se sumó la espectacular campaña naval de don Pero Niño (1404-06). En 1408 el almirante Alfonso Enríquez combatió en el Estrecho de Gibraltar contra veintitrés galeras de Túnez y Tremecén al frente de una flota de trece galeras sevillanas, ocho de otra procedencia y seis naos vizcaínas.

 Los castellanos desplegaron su baza marítima, y el 7 de diciembre de 1429 se dieron instrucciones para aprestar la armada contra Aragón. El almirante Fadrique Enríquez, hijo del citado don Alfonso, marchó a Sevilla, entonces puerto fluvial donde se congregaron las distintas unidades navales. A las dieciocho galeras armadas en la propia Sevilla se sumaron las naves de la costa cantábrica, como las seis santanderinas. Bajo Juan II se regularizó la contribución de las lanzas mareantes de Guipúzcoa, Vizcaya, Álava y área de la actual Cantabria, consistente en la aportación por los potentados locales de hombres y embarcaciones (o su equivalente en dinero en concepto de redención). Era frecuente que las naos mercantes se empavesaran y armaran para la guerra, compatibilizando la vocación comercial con el servicio militar al rey, un uso de los países atlánticos que perduró hasta los tiempos de los Austrias.

 Durante los preparativos el almirante dictó las ordenanzas de la armada, que han servido para conocer mejor la organización de las flotas castellanas de la Baja Edad Media. Se establecían los detalles de su singladura (comandada por la galera insignia del almirante), del reparto del botín y del régimen disciplinario, vedándose en teoría los dados, que tantos quebraderos de cabeza produjo en el Alicante de 1402, cuando sus naturales se pelearon con los tripulantes de la armada valenciana por motivos de juego. En julio partió finalmente de Sevilla con dirección a Cartagena la flota, provista con una nave surtida de mil cahíces de harina, mil de trigo y quinientos de cebada. En Murcia Francisco Riquelme recibió dos cargas de moneda para elaborar bizcocho en Murcia, Lorca y Cartagena.

 Los aragoneses conocían estos movimientos, y a inicios de junio ya se había hecho el comentado acopio de armas y víveres en el castillo de Alicante. Además de por cautivos fugados del enemigo, las autoridades de la Gobernación de Orihuela se informaron a través de espías. Los jurados oriolanos comisionaron a Pere García para cercionarse de la marcha de la armada de Cartagena, punto de partida de innumerables expediciones de corso en palabras de Miguel Rodríguez Llopis. Pere Lopes acudió a Guardamar, castigada durante la Guerra de los Dos Pedros, para asegurarse de los efectivos navales castellanos: veinte galeras y treinta naos al final. En estos cómputos no entraron las cuatro carracas y las embarcaciones menores consideradas con razón por Francisco Javier García de Castro. Del potencial de esta armada nos da cumplida idea que en la célebre batalla de Ponza (1435) Alfonso V desplegara contra los genoveses once galeras, catorce naves medianas, seis grandes y la enorme embarcación real “la Magnana”. Un temible choque se presagiaba desde Alicante. 

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VÍCTOR MANUEL 
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo

 
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