Un año más, la Nochebuena y la Navidad rondan nuestras puertas. Es ese tiempo, curioso donde los haya, en que los creyentes celebran con pasión el advenimiento de Jesús, mientras los no-creyentes festejan con ardor –nunca mejor dicho- el advenimiento de los turrones, mantecados y peladillas. Y aunque “a nadie le amarga un dulce”, si llama poderosamente la atención el febril ambiente costumbrista de fiesta que surge del y para el pueblo. El boticario –y Alcalde- de Alicante, D. Agatángelo Soler Llorca, ya se percató de ello a principios de la década de los sesenta; y tanto fue así que hubo de plasmar en su libro “Historias de la placeta de Sant Cristófol” –para gozo de propios y extraños- toda aquella “iluminación, ruido y trasiego de tantos seres humanos que obran, como si pensaran por un momento, que nada hay complicado en la vida si se tiene tiempo para reflexionar en algo que no sean las dificultades”.
Y es que, de repente, todo huele a abacería, confites, canela, pan tierno y turrón, elementos más que suficientes para que nuestras “caras se tornen bondadosas y alegres (...) Se olvidan los sinsabores, las penas, el mal humor y las úlceras de estómago”. Bueno... las úlceras de estómago, no. Incluso los niños “encuentran a las personas mayores menos ariscas, menos preocupadas y aún incluso, simpáticas”. ¡Qué ya es difícil! Sólo por ese pequeño viaje a nuestro pasado más popular, hemos decidido rememorar hoy junto a ustedes “la multitud de recuerdos de los tiempos que se fueron, de todas las Navidades del ayer, buenas y malas, que marcaron la infancia, juventud y madurez de nuestros padres y abuelos”. ¿Nos acompañan?
Mercado de la Cascaruja (Foto del Archivo Municipal de Alicante)
El viaje comenzó para D. Agatángelo a las once de la noche de un día 24 de Diciembre cualquiera. Nochebuena. “De frío, nada. Frescoreta alacantina, en todo caso, que a tantos balda si los coge en descuido”. Atrás quedaba la copiosa cena familiar, de olores y sabores, finiquitada con viejos villancicos, zambombas y panderetas. Atrás quedaba también el recuerdo de los que ya no estaban, “como mi madrina, la tía Matilde”. Y nos damos cuenta que todos nosotros, usted y yo, amable lector, hemos tenido en alguna ocasión una tía Matilde en Nochebuena, “delgada, pequeña, fragilísima de salud, que estuvo en vida siempre muriéndose –según ella- y que acabó enterrando a todo Cristo: hermanos, hermanas, cuñados, cuñadas, sobrinos, sobrinas, familiares cercanos, familiares lejanos…”
Pero ahora era el momento de la Misa del Gallo, y entre canciones marchaba el gentío a las Iglesias de Alicante, en donde los sacerdotes “atienden a esos pecadores con aliento a vinos y aguardientes, a licores, sidra o champán”. La Concatedral de San Nicolás siempre fue muy solemne para todo esto: “Per omnis saecula saeculorum; paz domini sit semper bobis cum”. La Plaza del Abad Penalva estaba siempre repleta “de casi todos los tontos de Alicante, que por entonces eran tres o cuatro”. Ahí se veía a “El Chache”, con su guardapolvo amarillento, vendiendo flores y molinillos de papel; a “Pahuet”, desgarbado, contrahecho y estrafalario, bailando al son de un “tam-tam” de madera; a “Chelín” y su bigotuda esposa, “oliendo ambos a pescado y gato”; y, como no, al “Negre Lloma”, mirando con esos grandes ojos que casi se le salían de las órbitas. “La gente le tiraba monedas y él no las cogía por no agacharse, aunque las necesitara”. Desde luego, Alicante siempre fue una ciudad diferente en todo.
Al día siguiente, la Navidad traía las “estrenas”, también llamadas “aguinaldos”. Los niños iban a ver “a sus parientes, que les daban duros de plata y piezas de dos y una peseta; también moneditas de dos reales”. La tradición del “aguinaldo” sobrevive en la actualidad a malas penas –demos gracias a la Feria de Navidad por ello-, pero en aquellos años “se mantenía por la finura y educación de los carteros, faroleros, barrenderos, basureros, vigilantes, recaderos, butaneros y lavacoches”. ¡Ahí es nada!
En el menú de la sobremesa siempre había un invitado de excepción: “el puchero en tarongetes”, con pavo, jarrete de vaca, huesos de caña, pie de puerco y codillo, blanquitos y morcillas de cebolla. “Y para el picadillo, magro y ternera, con raspadura de limón y ajo, amasado en la sangre del pavo, con pan rallado, piñones y yemas, bien sazonado todo ello con sal, pimienta, nuez moscada y perejil”. ¡Menudas pelotas!, con perdón, del tamaño de “tarongetes”. “Te deum” a gran orquesta. Eso sí… había que hacerlo grande, ¡muy grande!, pues nos tenía que durar 365 días, luna arriba, luna abajo.
Feria de Navidad (Foto del Archivo Municipal de Alicante)
Por la tarde, mientras los mayores hablaban de sus cosas –los hombres de unas, y las mujeres de otras-, era el turno de “los caballitos”. La Feria recibía ese nombre “por la cantidad de tíovivos que se instalaban movidos por un asno, caballejo o abuelo con espardenya, y que sonaban mitad a manubrio cascabelero, mitad a cajita de música averiada (…) Se podía entrar a misteriosos barracones para ver a la mujer barbuda, a los enanos trepadores, al encantador de serpientes y a las motos de la muerte”. Incluso si la comida familiar no había sido del todo saciante, allí había churros, patatíbiris, manzanas glaseadas, tramusos y quisquillas saladas, llenas de polvo y con olor a urinario. Todo transcurría en la Plaza de Séneca, antaño yerma, terrosa y desangelada, y ahora igualmente yerma, terrosa y desangelada. ¡Carajo… hay cosas por las que parece que no pasa el tiempo!
Rememorar nuestras Navidades pasadas, como aquel personaje siniestro y avaro de Charles Dickens, nos obliga también a visitar el “Mercado de la Cascaruxa”, instalado en la Plaza del Ayuntamiento –conocida popularmente como “Plaza de los Porches”-. Allí, los vendedores de “golosinas, turrones, torraos, cacahuetes salados, figues en cofí, orejones y pasas, ofrecían su manduca”, que había de portar en bolsas de tela similares a fundas de almohada porque aquello del “plástico” aún estaba por venir. O recordar la Lotería de Navidad, que como no había ni televisión ni casi radio, se seguía la lista de los premios “por medio de grandes pizarrones de la Rambla, al lado de los Maristas (…) Un gran gentío provisto de libretas apuntaba los números que aparecían en blanco, sobre las negras tablas”. Pues, como dijo nuestro desaparecido Alcalde y boticario, “si hay algo que resiste al paso de los años, es la vana ilusión navideña de una suerte con nombre de riqueza que siempre nos resulta cochina”.
Nos marchamos ya sin dilación, pues bastante les hemos molestado en un día tan señalado como hoy. Sin embargo, no quisiéramos despedirnos sin desearles antes –con permiso de esta maldita crisis-, unas felices fiestas, las vivan como las vivan, pues al final, digan lo que digan, no hay más dicha y alegría que el disfrute personal de cada uno.
No somos nadie.
JUAN JOSÉ AMORES