La vida de los españoles del Siglo de Oro.
La España Imperial fue pródiga en biografías de personalidades excepcionales de las letras, las artes, la religión y las armas. Monarcas de carácter tan fuerte como Carlos I y su hijo Felipe II gobernaron a las gentes inquietas y vigorosas de sus Estados hispánicos, amenazadas por el flagelo del hambre y de la enfermedad a la par que espoleadas por la ambición de mejorar su suerte. Francisco Pizarro no estuvo solo en su empeño.
La moderna historiografía ha aceptado el reto de descubrir a través de documentos parroquiales, notariales y reales las peripecias de otras personas de existencia más discreta pero no menos interesante. Aceptando el mandato de la intrahistoria de Unamuno y prosiguiendo la ruta del señor inquisidor de Julio Caro Baroja, los investigadores nos desvelan las vidas de letrados, mercaderes, sacerdotes, monjas, marineros o campesinos de las Españas, cuya historia se nos muestra más humana y próxima al común de los mortales.
Las gentes de la gobernación de Orihuela también participaron en aquella explosión de dinamismo vital. El alicantino don Carlos Coloma destacó en la milicia, la diplomacia y la narración histórica a caballo entre los siglos XVI y XVII. Su coetáneo Antonio Irles nunca alcanzó su nombradía. A él dedicamos este artículo en memoria de todos aquellos hombres de armas de nuestras tierras que combatieron en nombre del rey a lo largo de un imperio donde no se ponía el sol.
El camino del soldado.
La consolidación del autoritarismo real impulsó la transformación militar del XVI, catalogada de revolucionaria por Geoffrey Parker. Aunque no es cierto el aserto de la casi desaparición en los campos de batalla medievales de la infantería, ésta ganó realce gracias al desarrollo de las armas de fuego. La feliz combinación con las armas blancas terminó forjando los tercios, las temibles unidades que ostentaron la hegemonía militar en Europa hasta mediados del XVII.
Empleados tanto en asedios de ciudades de renovadas fortificaciones como en batallas campales, a veces complementarias de las operaciones de sitio, sus fuerzas acrecentaron su número de hombres hasta alcanzar los 85.000 en el frente de los Países Bajos. Los soldados no sirvieron por deber patrio como en la mayoría de los ejércitos decimonónicos, sino por una paga cobrada cada vez más con retrasos y sinsabores.
Felipe II
Los fuertes compromisos políticos y militares de Felipe II arrinconaron las tropas bajo directo control regio de comienzos de su gobierno. Se confió en potentados locales provistos de permisos de reclutamiento en un momento en el que las finanzas de la Monarquía ya acusaron la carga del imperio y la población de Castilla (el gran banco de recursos de la Monarquía) empezó a mostrar signos de agotamiento
Cervantes describió con brillantez las penalidades y las dichas del soldado. La posibilidad de ganarse la vida y la promesa de conocer las delicias de Nápoles y otros lugares compensaron los riesgos de privación, mutilación y muerte para muchos mozos de dieciseis a dieciocho años.
En el Reino de Valencia de tiempos de Felipe II los soldados se reclutaron para las campañas exteriores al uso castellano de capitanes provistos de licencia y por el ofrecimiento de indultos a grupos de bandoleros. En caso de amenaza defensiva (como el de una incursión berberisca) los vecinos del contorno tenían la obligación de servir militarmente.
Los oriolanos y el servicio de armas al rey.
Los varones de Orihuela y su gobernación tuvieron una bien merecida fama de duchos en el manejo de las armas desde la Baja Edad Media. Atalaya de la Corona de Aragón contra Castilla y Granada, la almogavería fue el recurso de muchos necesitados de medios y de botín codiciosos. El matrimonio de don Fernando y doña Isabel y la conquista del emirato nazarí atemperaron la condición fronteriza oriolana, pero el peligro de las regencias otomanas en el Norte de África y las exigencias militares de la nueva Monarquía se encargaron de no adormecer la familiaridad marcial. En 1496 el municipio de Orihuela envió una compañía de diez caballeros al mando de don Galcerán de Soler para el socorro de Perpiñán contra el francés.
La participación militar de los Estados de la Corona de Aragón en las guerras de los Austrias Mayores cada vez se conoce mejor, si bien todavía aguarda mayores estudios. En todo caso la grave acusación que cierto arbitrismo castellano le hiciera a comienzos del XVII de no contribuir debidamente en estas empresas carece de fundamento. A inicios de 1582 el maestre de campo don Francisco de Bobadilla consiguió licencia de reclutamiento en Toledo, La Mancha, el Marquesado de Villena y el Reino de Murcia para su tercio destinado a la campaña de las Azores. Del cercano Sur valenciano acudieron varios mozos.
El dominio de las Azores.
Antonio Irles acudió al llamamiento militar un poco antes, y en 1581 se encontró en la armada conducida por Galcerán Fenollet a las Azores, archipiélago donde el prior de Crato proseguía su oposición al nuevo rey de Portugal, Felipe II de Castilla.
Conocemos las peripecias de nuestro hombre gracias al memorial que dirigió a la Junta Patrimonial de la Bailía de Orihuela el 8 de febrero de 1618, redactado con concisión en castellano. Se trata de un documento notable para conocer la vida y las aspiraciones de un soldado de la época.
En las Azores se aceptó la autoridad de Felipe II en la isla y castillo de San Miguel, pero no en otras como la Terçeira. En la primavera de 1581 se envió la armada de don Pedro de Valdés, que no se conformó con reforzar San Miguel. Antes de la llegada de Fenollet se lanzó al ataque de la Terçeira, donde fue vencido. Aunque el rey era partidario de pasar al combate, la falta temporal de un gran comandante de la empresa impuso una estrategia defensiva.
El prior de Crato obtuvo los auxilios de los enemigos del Rey Prudente, como los hugonotes o calvinistas franceses con el consentimiento de la reina madre María de Medicis. El establecimiento de un punto fuerte en el Atlántico Medio podía entorpecer las comunicaciones oceánicas de la acrecida Monarquía hispánica. La de Medicis encargó a su primo Filippo Strozzi (el Felipe Artrocí del memorial de Irles) para tal cometido.
Antonio Irles sirvió en una de las cuatro compañías de quinientos hombres de don Alonso Çanoguera, hombre que no aceptaría el mando de la gobernación de Orihuela el 17 de diciembre de 1588. Formó parte de la fuerza que aguantó con firmeza en San Miguel el asalto de cinco mil franceses. El triunfo naval del marqués de Santa Cruz el 26 de julio de 1582 sentenció la campaña favorablemente para los españoles.
La jornada de las Cortes de Monzón.
Tras las andanzas de la conquista de los dominios portugueses nuestro soldado no encaminó sus pasos a los Países Bajos, el mayor campo de batalla del imperio. No hizo constancia de ninguna lesión de guerra a destacar, y permaneció en la Península, donde estuvo en la jornada de las Cortes de Monzón.
En 1585 Felipe II convocó en Monzón las Cortes Generales de Aragón, Valencia y Cataluña para jurar a su heredero, el futuro Felipe III, y tratar los asuntos de estos Estados. El autoritarismo real y la creciente castellanización de la Monarquía hispánica provocaron fuertes tiranteces en nuestra Corona, que estallarían en las famosas Alteraciones de Aragón en 1591. Elocuentemente ya en 1567 el síndico de Orihuela en la Corte se quejó de “no fan cas de nostres previlegis, si que tinch per mi volen fernos castellans.”
El soldado Irles no entró en estas disquisiciones, y tampoco lo hizo en 1618. Se limitó a cumplir su cometido en unas Cortes marcadas por los calores estivales y las dificultades de alojamiento. La presencia del rey y su séquito, además de los diferentes representantes, atrajo gran cantidad de mendigos y pordioseros, con los riesgos de orden público que originaban. Las emanaciones de las sepulturas de Santa María de Monzón enturbiaron la atmósfera de las sesiones. El 8 de octubre de 1585 el mismo Felipe II enfermó de tercianas, que no afectaron a nuestro soldado.
El refugio de la Casa Real.
Tuvo la fortuna Antonio Irles de no encontrar la muerte en ninguna batalla ni de enfermar de ningún mal, y en unos años en que muchos soldados del rey Felipe cayeron en Flandes, la jornada de Inglaterra o Francia, entre otras tierras, consiguió ser aceptado como servidor de la Casa Real.
Al directo servicio del monarca se encontró un nutrido contingente de auxiliares, ayudantes y criados para atender sus necesidades más domésticas, que conformaron la Casa Real, diferenciada en todo de la de otros miembros de la familia regia.
El soldado Irles ocupó un modesto puesto de criado en tal organigrama de servicio. A este respecto su caso presenta paralelismos con el de muchos veteranos de clases de tropa y suboficiales de las tropas franquistas que tras la Guerra Civil encontraron ocupación de conserjes y porteros. Fue un barrendero dependiente de la “furriería” de Pedro Perno y de Pedro del Yelmo, anotando en su memorial con orgullo profesional que siempre vigiló y cuidó a satisfacción de sus superiores.
El retorno a la patria.
En 1598 Felipe III sucedió a su controvertido padre en el trono, no cambiando tantas cosas en relación a la última década del reinado precedente como a veces se supuso.
Felipe III
Al menos hasta 1603 Antonio Irles prosiguió en el servicio de la Casa Real. El 15 de septiembre de aquel año consiguió del municipio de Orihuela la gracia de un trozo de tierra en la loma del Cap de Cerver, área de la actual Torrevieja cotizada por recolectores de esparto, ganaderos y pescadores. Esta clase de operación se repitió en tres ocasiones más. El 24 de abril de 1604 se le hizo merced de otro trozo de tierra no localizado. Obtuvo el otorgamiento de un solar el 9 de mayo de 1605 y de 200 tahúllas el 7 de julio del mismo año.
El veterano, ya licenciado, tendría unos cuarenta años, y se retiró con el dinero y la consideración necesarias para emprender la vida de hacendado en su lugar de origen, siguiendo la pauta de muchos hombres que sirvieron bajo las banderas del rey. Por entonces era también el portador de despachos de la Junta Patrimonial de la Bailía de Orihuela, institución encargada de velar por el respeto y el acrecentamiento de los bienes y derechos de la hacienda real en nuestra gobernación.
La misión era delicada, pues colisionó con cierta frecuencia con los intereses de los potentados locales, prestos a aprovecharse del patrimonio realengo. Conducir despachos no sólo exponía a ser asaltado por meros delincuentes en los caminos.
La pretensión de un oficio municipal.
Antonio Irles no se conformó con lo conseguido, y solicitó del municipio oriolano una correduría económica. Aunque ya padecía los primeros sinsabores de la crisis del XVII y de la expulsión de los moriscos, Orihuela todavía era un valioso enclave económico del Reino de Valencia. Mantuvo desde la Baja Edad Media un activo comercio con la Corona de Castilla, que a veces le valió la acusación de fraude de los derechos reales de almojarifazgo y vedado.
Nuestro hombre no consiguió esta vez satisfacción de su demanda por razones que no se le especificaron debidamente. De carácter resoluto, no se amilanó y denunció su caso a la Junta Patrimonial, redactando el 8 de febrero de 1618 el memorial que nos sirve de base.
En su alegato se mostró orgulloso de su condición de soldado y servidor real, mereciendo una correduría ejercida por todos sin excepción, según él, incluso por los gitanos. Asoman ahora sus prejuicios sociorraciales, tan propios de la España del tiempo de Cervantes, bastante críticos con la población gitana, acusada de vida errante y delictiva. Recordemos que en las susodichas Cortes de Monzón se aprobó la expulsión de los gitanos del Reino de Valencia en treinta días y severísimas condenas a los infractores, que al final se convirtieron en papel mojado.
Igualmente blasonó de su moralidad pública, pues la ejercería a satisfacción de los negociantes. De hecho, no vaciló en denunciar la inmoralidad municipal de Orihuela ante las autoridades del Reino.
La controvertida vida local.
La España de Felipe III y de su valido el duque de Lerma (también marqués de Denia) ha pasado a nuestra Historia como ejemplo de corrupción pública. Hoy en día se tiende a matizar tan negativa imagen, aunque no a disculparla. El enorme imperio que era la Monarquía hispánica se enfrentó al implacable reto de las distancias con los discretos medios de los tiempos, como ya viera con agudeza Braudel, y no tuvo más remedio que apoyarse en las aristocracias locales. En estas circunstancias resultó fundamental el patronazgo del favor del rey, administrado en ocasiones por sus favoritos. Dentro de ciertos límites se toleró la corrupción local, dándose la paradójica situación que el propio sistema de control entorpeció la supervisión real y la recaudación fiscal, agravando el pesado mantenimiento del poder imperial.
Irles conocía las miserias municipales. Desde finales del XVI se denunció a los jurados oriolanos por impagos y adeudamientos. En 1615 el lugarteniente del baile nombró directamente al justicia criminal y a su lugarteniente, ocasionando un hondo malestar entre la oligarquía local. Su memorial precedió al del obispo Andrés Balaguer de junio de 1621, en el que se desgranaron todo género de manipulaciones y de desfalcos en el pósito de los cereales.
Sintomáticamente Irles y Balaguer coincidieron en criticar la administración de la almotacenía, fundamental para la correduría. En teoría el almotacén o “mostassaf” cuidaba de la licitud de las transacciones comerciales en la localidad, como en otros puntos del Reino. Sin embargo, los jurados de Orihuela se apropiaron de tal responsabilidad, y se repartieron sus provechos por semanas. No titubearon en imponer tasas ilícitas a los vendedores, contribuyendo al encarecimiento de los precios.
Irles abogó por acomodar la gestión del fiel del almotacén de Orihuela al de la ciudad de Valencia. El 4 de mayo de 1618, año marcado por la caída en desgracia del duque de Lerma pero no de la corrupción, las autoridades reales se interesaron por la certidumbre de sus asertos. De todos modos la reiteración de las mismas imputaciones por el obispo Balaguer más tarde demuestra lo poco que se corrigió.
¿Una vía de promoción social?
Al parecer el viejo soldado no alcanzó su objetivo. Frenar a los franceses de Strozzi fue más fácil que quebrantar la corruptela local. El principal enemigo del poder español anidó en su interior.
Su determinación en el empeño brinda al historiador un testimonio de vida, que le permite calibrar la cuestión de la promoción social en la España de los Austrias. Acertó Cervantes al poner el servicio de armas a la misma altura que el de la Iglesia y el del comercio como camino de ascensión en una sociedad marcada por la jerarquía estamental y los prejuicios del honor.
En Orihuela y en otras poblaciones de la Corona de Aragón ejerció un influjo duradero el ejemplo bajomedieval de los adalides, el de los capitanes almogávares que alcanzaron concesiones legales y determinados privilegios sociales. A medida que la Monarquía de los Austrias se empobreció a lo largo del XVII el oficio militar dejó de seducir a muchos españoles, que encontraron mejor acomodo en otras ocupaciones. Desde este punto de vista bien puede sostenerse que nuestro hasta ahora desconocido Antonio Irles fue tan cervantino como otro célebre soldado en la campaña de las Azores, Lope de Vega.
VÍCTOR MANUEL
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo
Fuentes archivísticas.
-ARCHIVO DEL REINO DE VALENCIA, Bailía de Orihuela de 1613 a 1626, nº. 1330.
Bibliografía.
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