El baluarte de San Carlos.
Dentro de las obras de acondicionamiento militar, la edificación del punto clave del baluarte de San Carlos impuso en particular al sufrido vecindario severos sacrificios laborales y económicos (casi la tercera parte del acrecido presupuesto de 1688). Se impuso una composición o exención pagada por el trabajo vecinal de dos reales diarios, el 13% del valor de una libra, por el jornal de villa. El primero de abril de 1692 el virrey se vanaglorió de la participación eclesiástica en las tareas. Juan Bautista Maltés y Lorenzo López expresaron que:
Este baluarte se empezó a construir este mismo año (el de 1691) enfrente de donde ancoró el enemigo los pontones para desalojarle si otra vez volvía. Plantose de suerte que sirviera para la nueva circunvalación de muros.
Al baluarte se le reservaron funciones medulares de defensa. Protegería la zona de poniente del comercial arrabal de San Francisco (donde se ubicaba la iglesia y el convento franciscanos), enfrentaría un desembarco enemigo en la playa del Bavel, y detendría la progresión de las tropas desembarcadas hacia el molino de la Muntanyeta y el cercano Tossal (en el que se emplazaría un fuertecillo, antecedente del futuro castillo de San Fernando), evitando el cerco de la plaza por tierra.
El Baluarte de San Carlos reconstruido por Pedro Mas
en su blog Alicante 1850
El 11 de julio de 1694 la ciudad destinó 500 libras de las sisas de la carne, pagadas por los consumidores, a tal fin. Para variar, las arcas de los fondos de propios y arbitrios sufrieron enormemente por ello, a la espera de un expediente o remedio administrativo que lo paliara. En 1702 sin contabilizar el trabajo no remunerado de los gremios y de los moradores (vecinos y aldeanos), se cuantificó el coste inicial de la obra en más de 23.000 libras. De su magnitud nos da idea que el donativo con el que Alicante alcanzó en 1687 el título de Señoría de Justicia fue de 20.000 libras, y que en 1688 los ingresos de propios y arbitrios sólo alcanzaran las 10.938. Tras los agotadores combates de la Guerra de Sucesión, el coste final de la obra en 1709 alcanzó las 37.187 libras, con un sobreprecio del 61% presupuestado.
Las contadas piezas de artillería.
A lo largo del siglo XVII se intentó mejorar la dotación artillera, el acondicionamiento de los cañones y la capacitación de los artilleros de nuestra plaza, con resultados desiguales. En 1669 se estableció que los jurados visitaran dos veces al año las casas de las armas y municiones para disponer de 200 quintales de pólvora, 70 de plomo y 50 de cuerda, y 4.000 balas de artillería.
En 1656 Alicante sólo disponía de cuarenta cañones en sus baluartes y murallas y dos piezas de artillería de campaña. Tras el bombardeo de 1691 la dotación artillera se hizo dramática. De la destrucción sólo se preservaron cuatro cañones, un sacre, tres moyanas, tres culebrinas y ocho medias culebrinas. Nuestra plaza se encontraba gravemente desprotegida. En la relación virreinal del 28 de septiembre de 1693 se apuntó incluso la ausencia de un almacén de pólvora.
El 8 de mayo de 1692 se envió al Real de Valencia el metal de artillería inútil, pagando los transportes. Los trabajos de reparación y los envíos puntuales incrementaron el parque a comienzos de 1694. Se pasó de diecinueve piezas a treinta y cuatro, veintitrés de bronce y once de hierro, generalmente de pequeño calibre, alojándose a lo sumo dos o tres en cada uno de los antiguos baluartes redondos de la época de Carlos V. Antes del estallido de la Guerra de Sucesión se intentó incrementar el número de cañones y su disposición en las fortificaciones ciudadanas, con resultados discretos. Desde 1700 se reclamaron a la monarquía doce cañones de hierro de alcance de la dotación de armamento de Cádiz (gran plaza de armas atlántica), seis de bronce, dos morteros y la provisión pertinente de cuerdas, balas y pólvora, sin olvidarse de pedir mil mosquetes, mil arcabuces y trescientas picas para la guarnición municipal, todavía con resabios del sistema de combate de los Tercios.
Pese a todas las insuficiencias, Alicante era una plaza artillera de importancia en la Monarquía hispánica de comienzos del XVIII, algo muy elocuente sobre sus graves deficiencias militares. El 28 de marzo de 1703 el virrey de Valencia, el marqués de Villagarcía, expresó al Consejo de Aragón la imposibilidad de enviar cien artilleros a la defensa de Cádiz, en plena Guerra de Sucesión. El gobernador de Alicante le expuso que los más habilidosos especialistas de la plaza no tenían genio para dejar sus casas por estar casados y vivir de otros oficios, mostrando a las claras el alcance de la defensa vecinal.
La provisión de pólvora.
Tampoco las autoridades reales no vacilaron en reclamar a Alicante cantidades de pólvora, pese a las urgencias defensivas locales. La angustiada España de Carlos II sufrió los fuertes embates de la Francia de Luis XIV con graves dificultades. En 1696 el virrey de Valencia ordenó al baile alicantino y a los diputados de la Generalitat que facilitaran al conde de Elda la extracción de pólvora desde nuestra plaza con destino al ejército de Cataluña.
Estos requerimientos alentaron los negocios de confección de pólvora. En 1637 se intentó establecer una fábrica de pólvora en Alicante y en Orihuela, tierras de maestros salitreros y polvoristas. El proyecto no cuajó y se recurrió a otras vías. En febrero de 1697 se elaboraron 1.500 quintales de pólvora para las tropas en Cataluña y 1.000 para las de Ceuta. Su asiento o contrato fue supervisado por la Junta Patrimonial de la Bailía, representada por su receptor en Alicante don Eusebio Salafranca y Mingot. En esta operación Nicolás Viudes y a su esposa Lorenza Fernández consiguieron en préstamo 699 libras de Diego Lapuente, ofreciéndole los fondos de fabricación oportunos al contratado polvorista Francisco Gilabert. Nicolás Viudes y su esposa depositaron en San Nicolás 482 libras en garantía de cumplimiento del asiento bajo la vigilancia del receptor Salafranca.
Alicante no siempre consiguió pólvora a través de una combinación afortunada de inversionistas y artesanos, y acostumbró a contratar con fabricantes especialistas de nuestras tierras. El polvorista Luis Juan de Elda se ganó el aprecio de nuestro municipio en varios lances. Desde 1668 dispuso en la entonces castellana villa de Sax de tres molinos de pólvora, dos propios y uno de un pariente. En el socorro alicantino de Orán de 1685 ofreció con rapidez 100 quintales, en 1690 proporcionó más de 300 quintales a la armada real, y acudió durante el bombardeo préstamente con 200, vitales para resistir a las fuerzas que procuraron desembarcar. Además mantenía un almacén de pólvora en previsión de alguna urgencia.
Por desgracia tal estado de cosas se torció en 1693, cuando Sax le instó a derribar sus molinos aduciendo que detraía indebidamente agua de la acequia de la villa. Desde 1680 Sax y Elda pleitearon por el agua de la Fuente del Chopo sita en Villena. Alicante salió en su defensa. Escribió al corregidor de Villena sin obtener respuesta, y al Consejo de Aragón, recibiendo una dilatoria que recomendaba investigar con certeza los motivos de Sax. Estos inconvenientes determinaron a los alicantinos a recurrir con mayor insistencia al género de asientos antes comentado, haciendo una vez más de la necesidad virtud.
El acíbar de los alojamientos y de los aprovisionamientos.
El alcalde de Zalamea distó mucho de ser una creación “ex nihilo” de Calderón de la Barca. Los alojamientos y aprovisionamientos de tropas, que desataron la tormenta catalana de 1640, laceraron a muchas ciudades y villas de las Españas, sin exceptuar a Alicante. Las relaciones con las autoridades reales se tensaron en estas circunstancias.
El 6 de mayo de 1688 se negó la entrada, pese a lo dispuesto por el fuero, de los ministros, presos y soldados procedentes de Elche. Sin embargo, los mayores roces se produjeron con motivo del aprovisionamiento de las fuerzas aliadas de España.
Hasta la firma de la Paz de Ryswick (10 de octubre de 1697), la defensa de nuestro litoral estuvo a cargo de las armadas de Inglaterra y los Países Bajos, que posteriormente nos amenazarían tras los cambios de alianzas de la Guerra de Sucesión. El 15 de mayo de 1695 el enviado inglés se quejaría amargamente de la rigurosa exigencia a la Royal Navy en Alicante de los derechos de presa y sobre las quinientas pipas de vino que transportaba para su abastecimiento, cuando las Instrucciones sobre el comportamiento para la seguridad de España e Italia de 1694 establecían que las pipas se consideraran de la propia Inglaterra. Los holandeses, cuyo estatúder Guillermo de Orange se había convertido en rey de Inglaterra en 1689, hicieron reclamaciones similares. Ya hemos visto la necesidad que tenían los alicantinos de fondos, y las exenciones sobre las ventas de vino perjudicaron una valiosa partida económica.
Los ofrecimientos de compañías de soldados.
Con tal escasez de medios admira que nuestros antepasados conservaran los ánimos y arrestos para protegerse con la mayor dignidad, sin dejar de ofrecer su auxilio en los frentes de guerra más expuestos.
La Monarquía apremió por doquier con sus urgentes necesidades de tropas. El 23 de marzo de 1691, meses antes del ataque francés, el alferez don Francisco Martín de Valenzuela mostró la patente del virrey de Sicilia para alzar una fuerza de cien infantes en Alicante, Orihuela y el Reino de Murcia. En consecuencia despachó varios reclutadores al Sur del Reino de Valencia, pero su virrey objetó que ello amenazaba la ayuda a la angustiada Cataluña. Desde las altas instancias de la Corte de Madrid se pensó que tanto Castilla como las Andalucías se encontraban demasiado exhaustas, exigiendo mayores contribuciones a otros territorios. La realidad era que el agotador esfuerzo de todos los Estados de la Monarquía hispánica no vigorizó debidamente la defensa contra la Francia de Luis XIV, que también ya daba síntomas de cansancio, por culpa de las graves deficiencias en el mando, la conducción de medios y la recaudación de tributos.
El 8 de julio de 1697 se rindió Barcelona a las tropas de Luis XIV. La conmoción fue enorme, y hasta el doliente Carlos II pensó en abandonar Madrid para dirigirse a Zaragoza, emulando a su padre Felipe IV, a ponerse al frente de sus ejércitos. El Tercio Provincial Valenciano, con agudos problemas de deserción, se disolvió tras la toma de la Ciudad Condal, y varias partidas de sus soldados escaparon a tierras del Reino en los meses siguientes. En tan trágicas circunstancias los ofrecimientos de fidelidad espontánea eran altamente valorados y podían conseguir suculentas mercedes.
Luis XIV
El 30 de julio el virrey de Valencia se congratuló de las ayudas ofrecidas por Alicante. Se prestó a montar cañones, pese a las carencias ya comentadas, y a mandar al frente catalán una compañía de infantería pagada de 150 hombres, aportación notable si tenemos en cuenta sus angustias materiales y la cortedad de su vecindario estricto, sin contar las de otras localidades del término general, de menos de 1.500 familias. La proporción de costear cada 10 familias un soldado era muy gravosa, ya que en las Cortes del Reino de Aragón de 1645-46 se estipuló que fueran 35 y 30 en las de Castilla de 1648.
El 10 de septiembre ya había sido designado por capitán de la compañía el caballero de la Orden de San Juan don Vicente Pasqual de Riquelme (de encumbrado linaje local), por alférez Severino Ximénez, y por sargento José Oliver. El 16 de septiembre se pidieron las patentes al Consejo de Guerra.
Por fortuna para los alicantinos la Francia de Luis XIV se avino a firmar la Paz de Ryswick el 10 de octubre, abandonando Barcelona y otras conquistas con la vista puesta en la herencia de la Monarquía española. Mientras tanto la demostración de celo de Alicante no había caído en saco roto. El 20 de agosto el virrey se mostró dispuesto a asistir y ayudar en la defensa de nuestro castillo. Las guerras reales alimentaron la turbamulta de favores y contrafavores de la cultura aristocrática del Barroco.
Las dificultades defensivas de una plaza de mar.
Alicante no fue la única ciudad marítima que se enfrentó contra la amenaza de una armada poderosa, en un tiempo en que los buques de guerra acrecentaron su potencial pirobalístico. La también mercantil Málaga padeció la misma desdicha a manos de los franceses. El 20 de julio de 1693 el feroz Tourville exigió la entrega de las naves inglesas y holandesas acogidas a su puerto bajo amenaza de bombardeo. La movilización de las milicias locales no impidió que su concejo accediera al día siguiente a doblegarse ante él, proveyéndole de 150 vacas o bueyes y de 600 carneros. Desde la Corte se tachó de cobarde a Málaga, defendida por su obispo (entonces presidente del Consejo de Hacienda). La verdadera responsabilidad de todo ello estribó en el estado ruinoso de sus murallas (incapaces de proteger una ciudad acrecida con un nuevo ensanche), en las insuficiencias de una dotación de 18 cañones (de los que sólo siete tenían el calibre de alcance oportuno), en la falta de armamento de sus milicias rurales y en la incuria de sus aristocráticos capitanes.
En este ambiente se difundió el sinsabor del pesimismo, más tarde aprovechado por la propaganda borbónica. En 1682 el embajador veneciano Cornaro sostuvo que las costas españolas estaban indefensas, el interior desguarnecido, las fortalezas desmanteladas y sin munición, y los caminos desprotegidos. El virrey de Aragón se dolió en 1693 de la mísera situación de las guarniciones de su territorio.
Bien podemos decir que nuestros antepasados obraron con desprendimiento en condiciones tan deplorables, y su bravura ante las tropas combinadas austracistas de mar y tierra en agosto-septiembre de 1706 aquilata el valor de sus sacrificios desde 1691. El primero de agosto de 1706 Alicante yacía aislada. Los partidarios de Carlos de Habsburgo dominaban el corredor del Vinalopó, Orihuela y Cartagena. Una armada inglesa de 109 dotaciones (más del doble que la francesa de 1691) acordonó nuestro puerto. Se atacó la plaza desde distintos ángulos, arrojándose durante ocho jornadas completas 4.000 bombas de todo género, casi las mismas que en el 91. Alicante soportó nuevamente otro infierno. Sus defensores procuraron reparar las brechas del Muro del Mar en el transcurso de los ataques. Al final los austracistas entraron por una de las brechas a las ocho de la mañana del 8 de agosto, según Maltés y López, pero sus últimos defensores todavía aguantaron con varias incidencias en el castillo hasta el mes de septiembre. Los alicantinos bien pudieron valorar su servicio a la Corona tal como lo hiciera la ciudad de Valencia ante Carlos II el 14 de agosto de 1691, “encara que no tenen forces i fan més de lo que poden".
VÍCTOR MANUEL GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo
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