La guerra y el orden de la vida hacia 1700.
Durante las fiestas del Centenario de la Colegial de 1700, los alicantinos escenificaron con gracia algo que conocían desde el siglo XIII, un desembarco moro. Era su forma de exorcizar los malos tiempos, tan condicionados por la guerra en el Mediterráneo. En sus aguas los combates entre las escuadras cristianas y musulmanas fueron cediendo intensidad a los librados entre las naves de las grandes potencias europeas a lo largo del siglo XVII, una centuria de guerras mundiales por la primacía de la Cristiandad y por la hegemonía del comercio, en cuyo mapa Alicante avanzó posiciones.
La sociedad alicantina como es de sobre conocido se encontró sometida a los riesgos de la guerra. Recordando su servicio en tierras valencianas, el 25 de enero de 1634 el marqués de los Vélez, entonces virrey de Aragón, manifestó al rey las insuficiencias del castillo de Alicante ante un ataque de la armada holandesa, reclamando mayores fondos de unas tesorerías fragmentadas y empobrecidas. Esta clase de retos estuvieron muy presentes en el curso de las mayores guerras de la Era de Luis XIV, la de la Liga de Augsburgo y la de Sucesión a la Corona de España. Veamos cómo nuestros antepasados se prepararon para proteger la ciudad entre 1691 y 1705, el precario período de inactividad bélica (más que de paz) que medió entre el bombardeo francés de julio de 1691 y la conquista austracista de agosto-septiembre de 1706.
La posición de Alicante en los dominios españoles tras el bombardeo de 1691.
Tal bombardeo, ya tratado por nosotros en otra ocasión (VER AQUÍ), fue la terrible concreción de un peligro largamente temido y anunciado. En virulencia superó con mucho a la agresión napoleónica de 1812 y al bombardeo cantonalista de 1873. La ciudad quedó en un estado material francamente penoso. Se estimó que de unos 2.000 hogares sólo quedaron intactos 200 y 300 habitables. Las Casas Consistoriales fueron arrasadas y sus archivos se perdieron en gran medida, desapareciendo el registro de tantos detalles de nuestro ayer. La destrucción de las cárceles aledañas ocasionó severos quebraderos de cabeza. El 10 de octubre de 1694 los mercaderes se quejaron de los encarcelamientos en el castillo y en otras prisiones de circunstancias ordenados por la Real Audiencia.
Tríptico de Gastón Castelló en el que vemos, en su parte central,
la construcción del nuevo Ayuntamiento
La destrucción de la estratégica Alicante amenazó la seguridad del Mediterráneo hispánico. La costa de los Reinos de Valencia y Murcia corrió serio peligro. Se reorganizó ante el temor a desembarcos la Milicia Efectiva del Reino de Valencia, con ocho tercios de 6.000 soldados y cuatro “trossos” de caballería de 1.300 jinetes. Se acrecieron los riesgos de las posiciones de Ibiza y Orán, tan dependientes de los auxilios alicantinos. Las comunicaciones entre Castilla y las Italias podían ser interferidas por los franceses desde Tolón y Marsella. Se enturbió la fluidez de la ayuda militar a los frentes del Milanesado y de Cataluña.
El 20 de julio de 1693 Málaga fue igualmente atacada, y el 2 de agosto se temió un golpe naval contra Tarragona y Barcelona. La armada española carecía de la fuerza de otras décadas (alineando en el Mediterráneo unas 28 galeras), y la francesa fue tratada con “blandura” por algunas atemorizadas autoridades de las localidades del litoral. Ya el 4 de agosto de 1692 la escuadra del mariscal de Tourville, que atacaría al año siguiente Málaga, fue acogida en nuestra costa. En 1693-94 las naves inglesas y holandesas, nuestras aliadas de circunstancias, se encargaron de evitar a su manera los aguijonazos franceses a cambio de valiosas contraprestaciones. Sólo nos salvó de lo peor la derrota francesa de La Hogue en mayo de 1692, “la memorable batalla naval entre las armadas de Yngalaterra y Francia, quedando la Francia derrotada del todo”, según el dietarista valenciano Ignacio Benavent.
No en vano el virrey de Valencia, el marqués de Castel Rodrigo, exclamó el primero de abril de 1692 que el mayor negocio del rey desde la Conquista era fortificar sin regatear medios el puerto y la bahía mayor de Alicante, llave regnícola y antemural de Castilla.
La asistencia militar de otros municipios.
El ataque contra Alicante indignó a las gentes del Reino y a la de no pocos municipios castellanos vecinos. Estaban obligados a enviarnos socorros armados de sus milicias en caso de alerta las valencianas Orihuela, Elche, Elda, Jijona, Castalla y Biar y las castellanas Yecla y Villena.
Grabado de Villena en el siglo XVIII
La agresión contra Alicante y la amenaza sobre Cartagena promovieron una intensa movilización militar en el Reino de Murcia, digna de los tiempos de la Guerra de las Alpujarras. El corregidor villenense notificó lo acontecido en Alicante al de Chinchilla, que organizó el auxilio de las milicias de las poblaciones de su corregimiento (Albacete, Hellín, Tobarra, La Gineta y la propia Chinchilla). Esta fuerza partió el 25 de julio, y alcanzó nuestra plaza el 29, recibiendo el agradecimiento de su gobernador. Ante los rumores de retorno de las velas francesas, el 3 de octubre del 91 se requirió la presencia de sus fuerzas de caballería. R. Cózar y J. D. Muñoz han hablado del sistema de reciprocidades defensivas entre las oligarquías urbanas que se declaraban fieles servidoras del rey.
Desgraciadamente esta cooperación era muy circunstancial y a veces atenta a consideraciones no defensivas. Así, los concejos de Almansa y Yecla exigieron rebajas tributarias a las autoridades reales por sus atenciones.
El valor de las ayudas y de los requerimientos reales.
El 8 de abril de 1692 el rey se dignó a conceder quinientos de una ayuda de costa de mil doblones o de unas 6.000 libras valencianas, muy insuficientes como comprobaremos más adelante. La angustiada Monarquía no estaba para grandes dispendios, por urgentes que resultaran.
Las cálidas palabras del virrey Castel Rodrigo, antes citadas, se redujeron a retórica y a exigir de la hacienda municipal alicantina grandes sacrificios, desestimando sus reclamaciones. En su opinión, la ciudad disponía tras el bombardeo de un sobrante de 7.300 libras y al año podía aportar de dos a tres mil deducidos sus gastos.
En nuestra localidad se cobraban una pléyade de impuestos municipales (fundamentalmente la sisa mayor o de la mercaduría, la de la pesca, la de la carne, la del pan amasado, sobre el aceite, los pesos, el “tall” del atún y los derechos nuevos sobre el esparto, la barrilla, el jabón, las sedas y los paños) y reales, como las aduanas, la quema y el vedado, parte del “ancoratge”, los derechos de la Generalitat, de las salinas y de la administración. Hacia 1640 los estrictamente municipales rindieron un máximo de 24.585 libras y los reales de 42.150. De lo recaudado en Alicante, por ende, nuestro municipio sólo dispuso de un 36´8 %, muy comprometido en gastos de todo género y en atender el pago de los intereses de la deuda. Los aumentos de la aduana y de los derechos nuevos quedaron fuera de su estricto alcance.
La destrucción exigió mayores dispendios. Según el proyecto del ingeniero militar virreinal Castellón y del condestable de artillería de la plaza Valero de 1688, se presupuestó el montante de las obras de fortificación necesarias entre 80 y 90.000 ducados (de 58.666 a 66.000 libras valencianas), la suma completa sin gastos de los impuestos municipales y reales en un buen año de recaudación. Añádase que la reconstrucción de las Casas Consistoriales y las cárceles aledañas se estimó en otras 80.000 libras, y que el coste anual de la guarnición era de 1.100 libras. La oposición del Consejo de Guerra de Alicante a este proyecto emanó de esa realidad económica, máxime cuando las actividades bélicas dificultaron nuestro comercio.
Las relaciones entre las autoridades reales y las municipales.
Bajo la autoridad del Consejo de Aragón, que trató en nombre del monarca los asuntos de los Reinos de esta Corona desde Fernando el Católico, el virrey de Valencia actuó en calidad de capitán general. Las Ordenanzas municipales de 1669 le concedieron el nombramiento del capitán y condestable de la artillería y de los artilleros y del tenedor de municiones, oficios de creación municipal. Abordó muchas y variadas cuestiones relacionadas con la defensa de la vital Alicante, polemizando con otras autoridades al estilo del Antiguo Régimen.
El 12 de noviembre de 1691 defendió con vehemencia ante el Consejo de Aragón, que no sintonizó con su ímpetu, al gobernador de Alicante ante las críticas de ciertos aristócratas locales por su actuación durante el bombardeo. También intercedió por el conde de Elda (alcaide del castillo) el 16 de diciembre del mismo año, al ser acusado de exponer al deterioro las valiosas armas de la fortaleza a fin de ejercitar a los soldados del Tercio de su sobrino don Francisco Coloma destinado a Milán.
La administradora de los subsidios otorgados por los tres brazos o estamentos del Reino, la Generalitat, tampoco se mostró muy indulgente con Alicante. El 15 de enero pidió que se le exonerara de su contribución de 664 libras al Tercio del Reino (compuesto por mercenarios castellanos y aragoneses mayoritariamente), pero el 6 de noviembre no obtuvo una respuesta favorable dado el estado del frente de guerra catalán.
Sobre el muncipio recayeron una gran cantidad de cargas militares, organizándose sus instituciones y sus vecinos para la defensa. Los inclusos o insaculados en las candidaturas de los oficios locales tuvieron que mantener caballo, siguiendo un uso de origen medieval, pasando el alarde anual en tres muestras ante el gobernador y el baile. Su principal autoridad, el justicia, supervisó la vigilancia de la ciudad y nombró los guardas de los baluartes y los sobreguardas de toda la población. Los jurados supervisaron los gastos militares. Bajo su dirección los vecinos se encuadraron entre nueve y diez compañías encargadas de defender un sector ciudadano. Sin su cooperación toda tentativa de defensa se encontraba condenada al fracaso, pues la plaza requirió desde mediados del siglo XVII de una fuerza de 4.500 hombres.
La mal pagada guarnición del castillo
Nuestra emblemática fortaleza no se libró de las miserias del tiempo. Su alcaide tuvo una tarea difícil ante sí. En 1666 don Juan Andrés Coloma, conde de Elda, tomó posesión de su alcaidía. Tal dignidad militar, sometida a los usos de la Tenencia a Costumbre de España, se asoció al linaje de los condes de Elda en los siglos XVI y XVII, los combativos y celosos Coloma. En 1674 el conde se opuso con vigor a que se libraran sus llaves al cabo enviado por Jijona, y entre 1692 y 1693 porfió por favorecer a su favorito en la terna de candidatos para teniente de gobernador del castillo.
Los problemas de dotación económica le angustiaron, ya que según la Costumbre de España administraba la asignación procedente de las rentas reales del lugar, exigiéndole las pertinentes responsabilidades. En 1676 pidió que se pagara a sus soldados igual que a los ministros. Sin embargo, la pobreza de los que guardaron el castillo fue un problema que se enquistó dramáticamente. En septiembre de 1692 el artillero mayor Antonio Mira arrastraba cuatro años de impagos salariales (unas 200 libras), que no se satisfacían con el reconocimiento oficial del quinto grado de paga administrativa.
Grabado del Alicante del siglo XVII
Más vidriosa resultó la situación de los soldados rasos. En diciembre de 1692 el alcaide expuso su miseria ante el Consejo de Aragón, obligándoles sus deberes familiares a no atender debidamente los militares. Los cuatro soldados percibían anualmente en conjunto 144 libras, y don Juan Andrés solicitó que la bailía se hiciera cargo de la suma, además de un caballerato para pagar su ministerio o dedicación.
La respuesta que recibió podría figurar en una antología del despropósito administrativo de las Españas. Aunque el 28 de agosto el receptor de la bailía se comprometió a socorrer con un subsidio de un real de plata a los afectados, sólo consiguieron que se les reconociera un salario de quinto grado cuando el montante de los atrasos alcanzaba el de tercer. Esta discordancia de grado impedía que el receptor pagara los atrasos al carecer de arbitrio o autorización suficiente.
Atrasos, demoras e impagos no impidieron los recortes salariales, que no son una plaga circunscrita a nuestros días. El 9 de diciembre de 1694 el virrey de Valencia se dignó a comunicar que la rebaja de un tercio salarial no se aplicara a la guarnición del presidio de Peñíscola y, por ende, a la de Alicante.
El esfuerzo fiscal de la nueva circunvalación defensiva.
Ideado y proyectado en Valencia para Alicante, según Maltés y López, el nuevo cinturón defensivo contorsionó el delicado presupuesto del municipio. El dispendioso proyecto de 1688, que contemplaba el futuro baluarte de San Carlos, no fue finalmente aceptado por las autoridades de Alicante. Se acometieron en consecuencia obras de alcance más modesto en el muelle y en el arrabal de San Francisco.
En 1702, tras muchas controversias, su “consell general” descartó asignar al efecto 2.000 libras de la clavería por la bajada de las rentas, y alguna cuantía del nuevo impuesto sobre cada libra de carne dada la carestía. El estanco del esparto, perjudicial para los pobres del término, no aportaba gran cosa. Las obras de las iglesias y del nuevo hospital devoraron importantes fondos. Del abasto del tocino y del cabrito sólo se pudieron arrancar 300 libras.
Estas carencias obligaron a exprimir aún más el patrimonio municipal, el de los propios y arbitrios, y se postuló reintegrar a su hacienda la tarifa de la nieve y de los naipes, gravar el tránsito de los carros del muelle al casco urbano, y dedicar 4.450 libras trienales de los fondos de la reedificación de la Casa Consistorial y de las cárceles. La propuesta de convertir la residencia en Alicante del duque de Arcos, señor de Elche, en prisión municipal no prosperó, pese a las dificultades económicas de su vínculo o patrimonio familiar inalienable.
Como tampoco tales provisiones resultaron suficientes, se suplicaron diferentes medios o tributos a la Real Hacienda, parca en concesiones. Se pidió la merced de 2.000 modines de sal de La Mata y de 3.000 extraídas por Alicante en Calzadas de Asueldo, Roquetas y La Loma. Las tres gracias de la Cruzada, al estilo de la Ciudad de Mallorca, se solicitaron. Se supuso que se conseguirían 2.000 libras, tras renunciar la ciudad a todo pleito, del derecho de la quema, que gravaba el paso de los géneros atlánticos por los mares de la Corona de Castilla. Del barcaje del tiraje de Levante se obtendrían otras 300. Se ideó dedicar la cuarta parte de la recaudación del mollaje tradicionalmente consagrada al mantenimiento del castillo, no tan necesitado (¡). Los tercios y emolumentos del almotacén podrían ser cedidos. La abultada lista de peticiones se completó con la reclamación de los restantes 500 doblones (unas 3.000 libras) debidos de la ayuda de los 1.000 prometida tras el luctuoso bombardeo francés.
En estas circunstancias Alicante no dejó de reclamar el 23 de agosto de 1704 la exención del pago de coronación o “coronatge”, concedido por Martín el Humano el 19 de febrero de 1410 para mantenimiento del castillo. Al final sólo se erigió la circunvalación de “tàpies terraplens y fosos” del arrabal de San Francisco en aquel mismo año, en vísperas de las grandes batallas de la Guerra de Sucesión. Este género de fortificación temporal se había aplicado con éxito en Mortara bajo el gobierno del duque de Osuna en el Milanesado, alzándose unas tapias con tupidas cubiertas vegetales. Sin embargo, no se consiguió el mismo resultado en Alicante. Calificado por los técnicos de salinar estéril sin una brizna de hierba, sus defensores se tuvieron que conformar con tapias de pisón facilmente derribables.
Continuará
VÍCTOR MANUEL
GALÁN TENDERO
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo