16 diciembre 2011

EL FUGAZ CANTÓN ALICANTINO (PARTE 1)

La accidentada llegada de la República


En 1868 una variopinta coalición de fuerzas liberales destronó a Isabel II. Cada una a su manera pretendió reformar la viciada vida política nacional y remontar la delicada crisis económica que laceraba España. Sin embargo, los buenos propósitos naufragaron y los enfrentamientos civiles desgarraron el país. El 10 de febrero de 1873 un asqueado Amadeo I abdicó del trono español en su nombre y en el de sus descendientes, y al día siguiente el Congreso y el Senado reunidos en Asamblea Nacional proclamaron la República por 258 votos favorables contra 32 contrarios. A las 17:50 horas del miércoles 12 se recibió en Alicante el telegrama que lo notificaba. Desgraciadamente el nuevo régimen no trajo tampoco la anhelada estabilidad. Los propios republicanos se combatieron entre sí con dureza. Mientras tanto proseguía la agotadora insurrección en Cuba contra la autoridad española, con la complacencia de los Estados Unidos surgidos de la Guerra de Secesión, y en Cataluña, Navarra y el País Vasco el dominio territorial de los carlistas ganaba en extensión. En estas circunstancias no pocos apostaron por un retorno de la dinastía borbónica reformada de sus defectos más clamorosos.


El Paseo de los Mártires en la
segunda mitad del siglo XIX


En el mes de julio del atribulado 1873 Alicante ya disfrutaba del paseo de la Explanada, del templete del Casino (lugar de reunión de los jóvenes enamoradizos), de los cafés concurridos y de los placeres de los baños estivales en los balnearios del Postiguet. Sus fondas y casas de huéspedes ya alojaban muchos forasteros en la ya denominada “temporada veraniega”. Este lisonjero panorama fue turbado entre los días 20 y 22 de aquel mes por la aparición de la fragata Victoria, en manos de los republicanos cantonalistas de Cartagena. Con la colaboración de algunos de sus seguidores alicantinos proclamaron un fugaz Cantón que no duró más allá de la presencia de la Victoria en nuestras aguas. Pese a que el pulso normal del verano pudo recuperarse, los cantonales retornaron finalizada la estación, y el 27 de septiembre bombardearon Alicante durante seis intensas horas sin conseguir sus propósitos. Tales acontecimientos quedaron grabados en la memoria de los alicantinos de la época. Abordamos en este artículo la primera parte de este episodio histórico, la del Cantón de Alicante.

El cantonalismo.

Este movimiento político de resultados bien sonoros en la Historia de España ha sido enjuiciado con dura severidad. Emilio Castelar abrió el fuego dialéctico el 30 de julio de 1873 en las Cortes Constituyentes. El cantonalismo socavó desde dentro la I República en el momento más inoportuno, destruyendo toda posibilidad real de acceso a la democracia. Tambaleó la unidad nacional con la animación de los peores instintos separatistas de diversas localidades de la Piel de Toro. Ocasionó un desorden intenso, a veces identificado con la anarquía, aunque los internacionalistas coetáneos no siempre le dieran su apoyo. Claro que tampoco el cantonalismo pretendió disolver la integridad nacional. Si queremos entenderlo lo mejor es estudiar sus aseveraciones y acciones, prescindiendo en la medida de lo posible de las descalificaciones más interesadas.

Sus orígenes se encuentran entre los demócratas españoles de la animada década de 1850, plena de cambios económicos y sociales de gran trascendencia. Entre ellos se produjo una intensa desilusión por la ruta por la que moderados y progresistas condujeron al liberalismo, en exceso complaciente a su criterio con las supervivencias del Antiguo Régimen. Figuras como Roque Barcia se confesaron admiradores del impulso popular atribuido a las Juntas locales del siglo XIX, contrario a todo autoritarismo centralista, y creyeron que una verdadera revolución instauraría la verdadera democracia política, religiosa, civil, judicial y administrativa, que se concretaría respectivamente en el cese de toda forma de absolutismo, en la completa anulación de todos los privilegios de la Iglesia Católica, en la aniquilación de cualquier vínculo nobiliario, en el establecimiento del jurado y en la abolición de las contribuciones discriminatorias lesivas para las clases populares. Este radicalismo liberal, en un sentido muy alejado del que se le daría hoy en día, se ligó a la verdad religiosa del Evangelio de la Libertad, que contempló a Jesucristo como uno de los primeros demócratas. A estas influencias de corte protestante, tamizadas por los católicos liberales y los utopistas de la Francia de la II República, se sumaron las de los primeros socialistas, especialmente de aquellos que como Proudhon defendían el principio de la libre asociación por el que un individuo autorrealizado a través del trabajo formativo compartía libremente su vida con los demás en comunidad. Enemigos de toda desigualdad, no resulta extraño que pronto se declararan mayoritariamente republicanos.

Más que postular una sociedad de masas en la que tuviera la hegemonía la propiedad colectiva o la estatal, defendieron una de pequeños y medianos agricultores, artesanos y comerciantes, vecinos de pequeñas y medianas poblaciones, encarnación viva del activo pueblo español que fue capaz de realizar la Reconquista y de expulsar a las tropas de Napoleón sin implorar la ayuda de la aristocracia. Profundamente imbuidos de las grandezas de la Historia de España según la sensibilidad decimonónica, plena de mitos de amplias resonancias políticas, concibieron la Patria como el país de leyes benéficas para sus naturales al estilo de los enciclopedistas ilustrados. No en vano algunos de ellos sostuvieron que los españoles carecían de verdadera Patria, caso de Santiago Ezquerra en 1869.

La mejor forma de convertir España en Patria de los españoles pasaba por una revolución, alejado del mero motín, que trajera el progreso. Distanciaría España de toda sombra de despotismo oriental degradador de la condición humana, y la acercaría a la vida pública de las ciudades libres del antiguo Imperio alemán y de los cantones suizos, semillero de gentes industriosas y afables. Las primeras servirían de modelo y espejo ideal a las urbes andaluzas, tan ricas en recursos de todo tipo como degradadas por culpa de su ordenación social. Estos demócratas dieron por buenos y asimilaron los mitos históricos de los liberales germánicos, que reivindicaron Suiza como la cuna entre montañas de la libertad europea, personificada en la figura de Guillermo Tell. En consonancia asimismo con la asociación del federalismo con el liberalismo en los Estados Unidos, el modelo confederal suizo aplicado a España favorecería su conversión en un régimen avanzado, donde las localidades y las regiones gestionarían con limpia honradez sus asuntos particulares sin la intromisión corruptora de los agentes del centralismo. Esta confederación española, a la que sería invitada Portugal, reviviría las glorias de nuestros Estados medievales (como la prestigiada Corona de Aragón) y sería ejemplar para el resto de Europa, capaz de unificarse a medida que la democracia progresara entre sus naciones.

En noviembre de 1872 el Consejo Provisional de la Federación Española expresó que se conservaría la división territorial provincial mientras se formaran los cantones federales sobre la base de los antiguos reinos hispánicos, evitando peligrosas disputas en tiempos revolucionarios (al menos por el momento). En el seno del republicanismo ya se había consumado la división entre republicanos centralistas y federalistas, divididos a su vez entre un sector más gradualista y otro más radical, el de los cantonalistas que exigieron su derecho a la utopía.



En suma, los cantonalistas eran los federalistas radicales que en julio de 1873 se lanzaron a la insurrección en varios puntos de la geografía española en la línea de las Juntas que se remontaban a la Guerra de la Independencia, sin dejarse arrebatar el triunfo político por alguna triquiñuela parlamentaria o extraparlamentaria habitual en la historia política del XIX español, aunque con ello comprometieran la viabilidad del proyecto republicano. Sus aspiraciones de reforma social distaron de las posteriores del socialismo revolucionario, y se mantuvieron dentro del marco demoliberal pese a ciertas posturas anarquizantes en algunos puntos. Quisieron rehacer España desde su base local y social de manera voluntariosa, pero su resultado práctico trajo una situación caótica, lo que los descreditó a ojos de muchos de sus coetáneos y de generaciones venideras. El cantonalismo se convirtió en sinónimo de destrucción de la unidad española y de separatismo localista, aunque no pretendiera realmente ni lo uno ni lo otro.

Sus contrarios.

El cantonalismo fue descalificado desde las diferentes posiciones del abanico político. Era el inevitable resultado de los desmanes del liberalismo demócrata, encarnación de la anti-España, según los conservadores. Friedrich Engels lo despachó como la precipitada e irreflexiva insurrección de los burgueses republicanos ansiosos de repartirse cargos y honores locales, a la que prestaron su insensata cooperación los bakuninistas, blanco de su crítica, incapaces de llevar a buen puerto la revolución proletaria.

Incluso dentro del propio republicanismo se le impugnó de distintas maneras. Pi y Margall, gran intelectual, no discrepó de ellos en cuanto a los principios de reforma social asociados a la federación, consignados en la proyectada Constitución de 1873 (fruto de una laboriosa velada de Emilio Castelar), sino en la forma de aplicarlos. En calidad de ministro de la gobernación se opuso en febrero del 73 a la suplantación de los ayuntamientos por juntas revolucionarias y a las ocupaciones de campos en Andalucía, Extremadura y Castilla. Tuvieron una corta vida las juntas de Sax, Muchamiel, El Pinoso y Orihuela. Sólo en las Cortes residía la capacidad de legislar. Tras imponerse sus seguidores en las elecciones a las Constituyentes de fines de mayo, presidió el gobierno de la República, que se proclamó federal sin ambages el 7 de junio. Ante el estallido cantonalista optó por el diálogo y el intento de conciliación, retirando las autoridades civiles y militares de las poblaciones que se decantaron por el cantonalismo con la intención de evitar derramamientos de sangre entre correligionarios.

Estos buenos propósitos no lograron encauzar por una senda más constructiva la insurrección cantonal, y los más conservadores seguidores de Salmerón y Castelar se decidieron por una alternativa más enérgica. La declaración de los buques cantonalistas como piratas por el poder de Madrid el 20 de julio de 1873 consagró definitivamente la división entre las dos repúblicas españolas. Mientras la cantonalista fue víctima de su propio confederalismo y de las derivas localistas (amenazando Cartagena enarbolar la bandera estadounidense el 16 de diciembre de 1873 ante el bombardeo enemigo), la del gobierno de Madrid cada vez se volvió más centralizadora y autoritaria, no vacilando en emplear a fondo los recursos del Estado de excepción.

El 28 de octubre del 73 manifestó el Partido republicano-democrático, valedor de la República más autoritaria, su más absoluta repulsa por el cantonalismo que degradaba España a la condición del Norte de África de los corsarios berberiscos. Defensores de los derechos civiles y políticos conquistados en la Constitución de 1869, se presentaron como los mejores garantes del progreso nacional contra esta sangrante “africanización”. Fueron partidarios de la descentralización municipal y provincial, pero no de la confederación de Estados, pues implicaba la desigualdad foral auspiciada por los carlistas y la arbitrariedad de un pacto que podía ser quebrantado a voluntad por las diferentes partes. No se amilanaron en el uso de la fuerza militar y recibieron la ayuda puntual de las fuerzas más conservadoras, prefigurando algunos elementos del Partido Liberal de la Restauración.

La visión de los hechos.

El tratamiento del cantonalismo ha ido evolucionando desde el relato censurador al estudio más comprensivo con las circunstancias, en muchas ocasiones sin pretensiones exculpatorias. Alicante ofrece un acabado ejemplo de todo ello.




En 1873, ya pasada la amenaza cantonalista, se publicó en nuestra ciudad 'Las fragatas insurrectas y el bombardeo de Alicante. Reseña de los sucesos ocurridos en esta ciudad desde el 20 de julio hasta el 31 de octubre del mismo año'. Era una obra de combate político, al igual que la de Constantí Llombart sobre el Cantón de Valencia. Gossart y Seya la imprimió, y su autor fue un redactor de El Constitucional, individuo correspondiente de la Academia de la Historia, que no era otro que nuestro conocido cronista y político progresista Nicasio Camilo Jover, nombrado secretario interino de la diputación provincial el 21 de octubre de 1870. Prefirió ocultar su identidad para reforzar su pretensión de ofrecer un relato objetivo de lo sucedido, consignando los documentos oportunos y absteniéndose de todo comentario por extenso. Su tono ya avanza el triunfo del positivismo en España. Sin embargo, sus intenciones distaban de ser neutras. La gravedad de los acontecimientos que relata con soltura le permiten resaltar su negatividad con expresiones como “Escusamos comentarios acerca de ese documento, en que con tanto cinismo se hacen las más falsas afirmaciones”. Por debajo de su contenida narración late su deseo de ensalzar a Alicante como la plaza fuerte de la sensatez política de España, haciéndose benemérita a toda la nación en una gesta digna de la de Zaragoza durante la Guerra de la Independencia. Asoma el veterano historiador romántico de la Terreta de 1863 y el político que prestó su colaboración al ministro de la gobernación bajo Salmerón y Castelar, Eleuterio Maisonnave, que en su alocución del 21 de julio de 1873 en las Cortes ya estableciera la interpretación canónica de los hechos, la de la unanimidad alicantina en contra de los invasores cantonalistas (aunque Jover no dejara de reflejar las discordias entre los respublicanos alicantinos). El diario de don Nicasio Camilo, el progresista El Constitucional, apoyó a los republicanos más conservadores en la defensa del orden público y de la propiedad ante la agitación de las masas indoctas conculcadoras de la ilustración, la civilización y el progreso, a su entender. Entre los puntos fuertes de la versión de Maisonnave publicitada por Jover encontramos la hábil ligazón con el patriotismo local de Alicante, su épica narración y su aparición madrugadora en el 1873. La representación ese mismo año en Madrid de La Cruz Roja en Alicante, de Juan Alba, formó parte de una bien orquestada campaña propagandística. La anónima relación Episodios internacionales y cantonales en 1873 por un testigo ocular, publicado en el Alicante restauracionista de 1878, no le enmendaría la plana.

Su influjo todavía se dejó sentir a la altura de 1983, cuando el periodista del diario Información Fernando Gil Sánchez dedicó al episodio cantonalista dos de los veinticinco capítulos de su entrañable coleccionable Alicante de la A a la Z, todo un epistolario de cartas de amor a nuestra ciudad, que hoy en día aún leemos con gusto. Entre el final del franquismo y el inicio de la transición a la democracia creció el interés por el estudio del cantonalismo, tratado con mesura por el hispanista Hennessy. Tanto Vicente Martínez Morellá como Vicente Ramos aportaron nuevos documentos y recomendaron el estudio sereno de los archivos locales y nacionales. Corresponde a la profesora de la Universidad de Alicante Rosa Ana Gutiérrez Lloret el mérito de haber renovado desde 1985 el canon de Maisonnave-Jover, analizando con metodología moderna el republicanismo alicantino en sus facetas sociales y organizativas, y profundizando en el estudio de sus divisiones internas. Hoy en día ya no contemplamos los sucesos de 1873 bajo una luz maniquea, ya que los ricos y chillones matices de aquel año invitan a los historiadores a una observación más atenta.


Continuará


VÍCTOR MANUEL GALÁN TENDERO Fotos: Alicante Vivo

 
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