El Ayuntamiento de Alicante tiene unos interiores decorados con importantes obras de arte, puesto que ha sido el edificio más representativo de la ciudad durante los últimos siglos.
Uno de los tesoros más hermosos que allí podemos disfrutar es el tríptico de Gastón Castelló, que pintó en 1947, y que trata sobre la ciudad de Alicante, que hoy queremos disfrutar con vosotros:
Su tamaño es descomunal, y su belleza es sobrecogedora. Los colores y la suavidad con la que Castelló traza las figuras, prestando suma atención a los detalles sin caer en el realismo y sin perder su sutil abstracción geométrica de las formas, hacen de esta obra una auténtica maravilla, que transmite la armonía del conjunto y sosiego cuando lo que estamos observando son auténticas escenas de trabajo y esfuerzo.
Sus delicadas pinceladas sobre este óleo hablan de la idiosincrasia de los alicantinos en tres lienzos, que os ofrecemos a gran resolución para que los disfrutéis (pulsad sobre cada imagen para ampliar):
En el lienzo de la izquierda podemos ver una estampa costumbrista, de la ya desaparecida Huerta de Alicante, con un labrador, azada en mano; y dos campesinas portando una dátiles y un cántaro sobre la cabeza; y la otra una hoja de palma blanca, y un cesto con uva y granadas. La composición vertical, que arranca en la tierra junto a un ágave, concluye en la parte superior, a donde llega la mirada hasta un almendro en flor (escena típica de nuestros campos), y de fondo, descubrimos la inconfundible silueta que cierra nuestro horizonte, el Puig Campana, lo que nos acaba de ubicar, gracias a nuestra memoria visual, en la huerta de la condomina sin lugar a dudas.
En el derecho, vemos de nuevo otra composición vertical, que nos recuerda al Raval Roig, otra de las señas de identidad tradicionales de nuestra ciudad durante siglos: un pescador, con el remo en mano de su barca, que está varada en la playa del Postiguet, tras él. Al lado, un niño curioso aprende el oficio. Está sentado sobre un muro o una roca, recordando los desniveles del Raval. A sus pies, una muchacha repara las redes, y en el suelo, la pesca del día, con doradas y salmonetes.
De fondo, las casas blancas, con sus balcones, las persianas de madera exteriores resguardando del sol de justicia, y velero que se adentra en el mar, fundido con el cielo azul intenso, otro rasgo de nuestra tierra.
El central es el más espectacular, puesto que narra visualmente la dura y larguísima odisea de la construcción de nuestra casa consistorial (levantada sobre las ruinas del antiguo Ayuntamiento gótico por Vicente Soler, Vicente Mingot y José Terol entre 1691 y 1780). En la esquina entre la Calle Altamira y la plaza del Ayuntamiento, una algarabía de gente se dedica a diferentes quehaceres, representando el jaleo diario de la construcción de aquél edificio. Los canteros sudan de lo lindo labrando la piedra según las instrucciones del maestro. Detrás, un grupo de señores burgueses ha parado su marcha y descendido de un carro de caballos, para observar los planos que les muestra amablemente el arquitecto, seguramente para conocer cómo se emplean sus donaciones, y cómo será la futura sede que representará sus intereses.
Y de fondo, constrastando con sus caros ropajes, los humildes obreros, calzados con alpargatas y con sombreros de paja, arrastrando grandes sillares con cuerdas, haciéndolos rodar sobre troncos.
Cierra la escena un imponente ayuntamiento en construcción, en el que la torre del reloj ya está finalizada. Un humilde andamio de troncos atados es el apoyo de los valientes obreros que suben hasta las alturas para dar los retoques a las molduras de las ventanas.
Y siguiendo la composición, nuestra mirada acaba perdida en el cielo, donde dos ángeles sostienen el escudo de la ciudad.
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