Rico, rico… oiga usted.
Si hay un lugar en la provincia de Alicante que huele a chocolate (de comer, ojo), ese es Villajoyosa.
O com es diu ara… La Vila.
Para conocer el origen de chocolate tenemos que viajar en el tiempo 150 años atrás, más o menos; a aquellos años en los que la crisis económica y agrícola obligaba a nuestros pescadores a acercarse por los caladeros guineanos. De allí, además de traer abundante pescado, también traían algo llamado “cacao”, que crecía en unos árboles extraños.
Y como otra cosa no éramos en estas tierras, pero chulos un rato, decidimos que éramos capaces de fabricar el exquisito producto sin las materias primas necesarias.
Alicante, provincia parca en recursos, pero abundante en originalidad, trabajo y cabezonería.
A finales del siglo XIX, decenas de empresas en La Vila fabricaban el chocolate. Eran tiempos en que el dulce manjar se consumía como alimento, no sólo por placer. Los vendedores iban casa por casa ofreciendo el producto a los habitantes.
Debemos de tener en cuenta que algo de encanto tiene el producto, ya que Colón se cansó de probarlo. Cuando los españoles desembarcamos en América pensando que estábamos en la India, los nativos le daban “una especie de haba marrón con la que preparaban una bebida amarga y picante”.
Ellos fueron los primeros europeos en catarlo…, aunque no lo hicieron el más mínimo caso. Nuestra obsesión eran las especias y el oro, y nuestra Majestad no tenía tiempo para bromas picantes.
Luego llegó Hernán Cortés, que consiguió que Moctezuma le regalara una plantación entera de cacao. ¿Por qué? Muy sencillo: al parecer, Hernán Cortés observó como los aztecas mejoraban sus artes amatorias mezclando el cacao con miel y especias, y el muy cuco descubrió un sinfín de posibilidades (y placeres).
Y, por supuesto, no nos podemos olvidar de Francisco Pizarro, analfabeto total el pobre, que lo usó mientras conquistaba aquellas tierras de Dios. ¿Nunca os habéis preguntado cómo 150 extremeños pudieron acabar con más de un millón de incas? Como decían las crónicas: “cuando se ha bebido, se puede viajar todo el día sin necesidad de alimentos”.
Después de tantas luchas, la sociedad “civilizada” se acostumbró al chocolate a la española; las damas de la aristocracia acudían a misa con sus tazas de chocolate, hasta que el obispo Bernardo de Salazar lo prohibió a causa de “las exclamaciones de las buenas señoras y las manchas en el suelo” (de chocolate, ojo). Terrible error el del obispo, pues las mujeres dejaron de asistir a las ceremonias.
Y es que, repito, algo mágico debe de tener el chocolate.
Pero… ¿quién trajo el alimento de los Dioses a España?
Al parecer, fue un monje de la rama reformada de la Trapa (¿les suena?).
Al instante, fue considerado por nuestros galenos como un “medicamento excelente para mejorar la debilidad orgánica”. Antonio Colmenero, médico cirujano que vivió allá por el mil seiscientos y pico, dio unas curiosas sugerencias para comerlo: “en invierno, cinco o seis onzas por la mañana, y si el sujeto en cuestión es colérico, la mezcla se hará con agua de lluvia y no ordinaria”.
¡¡Manda güevos... de chocolate, claro!!
Y es que mezclar chocolate y agua era lo más normal del mundo.
La leche vino después, gracias a un proceso de condensación láctea inventado por un tal Henri Nestle.
¿Les suena también?
Fuente:
Algunos textos y fragmentos del artículo han sido extraídos de un trabajo de Emilio Soler para el Diario Información