Hubo un rey de estas tierras que casó con una bella mujer del norte de Europa. Eran muy felices. Pero cuando llegaba el invierno la reina palidecía. Se marchitaba. El rey habló con la reina, preocupado. Consultó con curanderos y sabios. Nadie encontraba una solución. Al final tomó una decisión muy criticada por sus ministros. Pasado un año, otra vez la reina enfermó de tristeza. Estuvo en cama varias semanas. Perdió el apetito. No quería ver a nadie salvo a su amado. Un día el rey le dijo que tenía una sorpresa para ella. La convenció para que se levantara del lecho. Le vendó los ojos. La dirigió a un gran ventanal desde donde se divisaba todo el valle. Le quitó la venda. Su mirada era un poema de felicidad. Hasta donde la vista le alcanzaba … el paisaje se había maquillado con un manto blanco. No eran las nieves de su tierra natal. Era mejor. Más precioso. ¡Todo el valle lleno de almendros en flor!. Su amado, su rey, había arrancado los árboles y los arbustos que había antes y había plantado almendros para que cuando floreciesen … Fue un acto de amor hacia su amada, la reina, recordado cada primavera por propios y por extraños, por tiempo inmemorial, hasta que se convirtió en una leyenda.