Almacenes de Guanos Guillén (Guías Arco. 1908)
Desde tiempo inmemorial, Alicante ha sido reputada como ciudad vinculada al mundo del comercio.
Las excelencias de su puerto, los codiciados productos de su agricultura, vinos, almendra, barrilla y sosa (y el hecho de que Castilla anduviera ayuna de corredores transitables), contribuyeron a esa fama de urbe mercantil, abierta al mundo.
Colonias de mercaderes genoveses y franceses, asentadas ya en su callejero en el siglo XVI, confirman ese prestigio que no puede hacernos olvidar la existencia de otro comercio interior y urbano. Un comercio que habla de otras actividades y que no pudo sostenerse sin el sudor de los campesinos de la Huerta y el esfuerzo de la menestralía.
Puesto de cerámica y baratijas en el Mercado de la Calle San fernando, en Alicante. (AMA)
Ese comercio de intramuros, heterogéneo, doméstico, sometido antaño a fuertes cargas y reglamentaciones, comenzó a florecer y a liberalizarse a partir de mediados del siglo XIX cuando, elevada la ciudad al rango de capital de provincia, acaparó y centralizó múltiples servicios.
De esas fechas decimonónicas data, también, las imágenes fotográficas de un “mercado central” sito al principio de la Explanada y que extendía sus ramificaciones por la calle de San Fernando. Un mercado que tuvo, igualmente , su sede provisional en el Paseito de Ramiro y que se trasladó, más tarde, al antiguo Paseo de la Reina (hoy, Rambla de Méndez Núñez), para instalarse, por último en el emplazamiento actual de Alfonso el Sabio, incorporando su lonja de verduras de la calle de Calderón de la Barca. Un mercado fundamentalmente alicantino, es decir, integrado por comerciantes de la capital, de San Juan y Mutxamel, de San Vicente y El Campello, de Agost y de Monforte, y que abasteció a la ciudad de productos alimenticios y de los más variados artículos.
Un mercado, en resumen, que no tardó en hacerse pequeño y que corrió, alegre, por las arterias colaterales de las calles de Quintana y Velázquez para subir, por fín, a esa otra explanada pina y trapezoidal del paseo de Campoamor.
El mercado en la Calle San Fernando (Bazar Pascual López. AMA)
El otro comercio, el que afloró al margen del mercado, aquel que se especializa buscando una demanda más concreta en forma de tiendas y almacenes, de boticas y expendidurías, es, como se dice últimamente, otra cosa.
Pero bien se merece una historia.
Sería la historia del comercio de Alicante, cuando la ciudad, al auscultarse, sabía dónde tenía el corazón, dónde el hígado y en qué parte las extremidades que, por lo general, andaban por el Postiguet para amortiguar calores. Tal vez por esta razón, la venta ambulantes (que nunca faltó) tuvo su negocio más preclaro en los helados que bajaban de la sierra, continuando así otra tradición centeneria: la del comercio de la nieve.
“Els geladors” que, desde Xixona, empujados por la crísis económica, marchaban no sólo a otras latitudes españolas, sino también al Norte de África, paseaban, garrafa al hombro o adaptando poco a poco diversos dispositivos móviles, sus mercancías para deleite de chicos y grandes.
Carros ante el Mercado de San Francisco (AMA)
Junto a ellos, más sedentarios que ambulantes, proliferaron siempre los “carritos” apostados junto a los cines o en las encrucijadas más concurridas de la ciudad, con su variada oferta de frutos secos, caramelos y otras golosinas para la gente menuda.
El “barquillero”, la “bambera”, las vendedoras de jazmines en verano, la castañera que anunciaba el otoño o el “pelotillero” con su cilíndrica ruleta de manzanas acarameladas buscando la clientela infantil a las puertas del colegio y del Instituto, fueron, asimismo, figuras representativas de una manera humilde y pintoresca de ganarse la vida mediante el arte del comercio que tan sólo pertenecen ya los dominios del recuerdo.
info: Carlos Ferrater
"Memoria Gráfica de Alicante y Comarca"
Diario Información