El trabajo agrícola no difiere de cualquier otro trabajo o labor en su dimensión humana esencial: manipular materia y transformarla con la finalidad de ser consumida.
Pero, salvo esa premisa, el trabajo agrícola siempre ha tenidos sus peculiaridades propias.
Y, aunque con la masiva implantación de la tecnología y su creciente sofisticación en aras del aumento de la productividad, el trabajo agrícola ha ido sometiéndose a los parámetros capitalistas de la producción, el intercambio y el consumo con el propósito exclusivo del beneficio, en la centuria de 1900 aún puede describirse la labor agraria según su esencial carácter milenario. Esto es, como una forma de ganarse la vida, pero también como una forma de vida.
La primera característica de la sociedad agrícola es la permanencia, es decir, la estabilidad y la repetición, durante periodos de larga duración, incluso siglos, en la producción, la técnica, en la forma de vida y su correspondiente visión del mundo.
Dentro de esa característica general, hay sensibles deferencias derivadas del clima y la fertilidad de la tierra, así como del tamaño de la propiedad. Huerta y secano, latifundio y minifundio condicionan, no sólo las formas de cultivo y las técnicas, sino la “cultura” del agricultor y hasta el sistema de parentesco.
Además, la propia estabilidad campesina ha alimentado también el localismo, de modo que hallamos prácticas salariales, técnicas y sistemas de peso o medidas diferentes en municipios fronterizos; incluso en aldeas vecinas.
El territorio en Alicante y su comarca ha tenido, siguiendo este esquema, varios modos y culturas agrícolas, según las condiciones climáticas, geográficas, técnicas y humanas.
Normalmente, el interior era secano; y el litoral, huerta. El tamaño de la propiedad, aún siendo más extenso en tierras de secano que en las huertanas, ha tendido en nuestra región a la medianía, lo que ha permitido una sociedad agraria alicantina relativamente próspera dentro de las magras posibilidades de este modo de producción.
En las tierras de secano se obtenían, bajo el régimen usual de barbecho anual, los tres cereales comunes: cebada, avena y trigo. Además, nuestras tierras producen desde siempre vino, almendra, algarroba y aceite de oliva. Las hortalizas y las frutas de secano fructificaban sólo en los años de primaveras lluviosas.
También, si el tiempo lo permitía, solían cultivarse algunas leguminosas: garbanzos, guijas o almortas, lentejas y poco más.
Cada unidad familiar poseía lo menos un cerdo, que se engordaba en espera de la “matanza” navideña, así como un grupo de gallinas ponedores y de conejos para el avituallamiento ordinario.
En cambio, la huerta alicantina siempre ha sido célebre por la variedad y la cualidad exquisita de sus frutos y hortalizas. Las faenas agrícolas se llevaban a cabo “de sol a sol”, lo que hacía su duración muy diferente según la estacion. Los periodos de descanso, de dos a cuatro, diferían según comarcas, del mismo modo que el monto de los “jornales" diarios.
Los periodos de más intensidad laboral eran los de la siembra, la recolección, la siega, la trilla, la elaboración del vino y el aceite y la poda, la mayoría concentrados en la segunda mitad del año. El resto del tiempo se pasaba en la labranza (de cuatro a cinco “rejas” o aradas cruzadas) la escarda de la vid, la injerta de nuevas variedades, los hoyos para cepas y árboles, etc...
Los instrumentos habituales de la agricultura, no solamente la de secano, eran el arado, el carro, diversos tipos de azadas, azadones, hachas, tijeras, podadera y todos los utensilios hábiles para remover, allanar la tierra, limpiarla de malas hierbas, así como los debidos a la obtención del cereal, el pan, el vino, el aceite y los demás productos para consumir, intercambiar o vender.
El carro y la mula, elementos indispensables. En la indumentaria del campesino alicantino, no podían faltar las "espardenyes"