Prohibidos los enterramientos en los templos, iniciado el siglo XIX, los canónigos de la Colegiata Alicantina acondicionaron una risueña necrópolis entonces con mucha luz, frondosos cipreses y lujosos mauseleos.
Allí tenían sus lechos de muerte los nobles y los plebeyos, los sabios y los ignorantes... y entre todos ellos las figuras alicantinas de la historia ochocentista.
Era el cementerio de San Blas.
El tiempo, que todo lo destroza (hasta la propia casa de los muertos), lo clausuró hace muchos años. Las paredes que sostenían los grupos de nichos, cedieronn, los techos se agrietaron, rotas se quedaron las cruces y las hierbas cubrieron el suelo.
Pero no importa, porque algo inmortal aquí se albergó..., y fueron el conjunto de sus sepulcros, humildes los más, morada eterna de grandes alicantinos.
¡Con qué respetuoso temor vibra el alma al recordar este viejo camposanto! ¡Cómo perturban el espíritu recuerdos de gloria extinguidas, que hacen declinar nuestra frente y orar en silencio, ante el recuerdo de las tumbas de los que fueron grandes hombres, honra de Alicante!
Apenas penetrábamos en él, vislumbrábamos, muy elevado, un ángel de piedra blanca. “No mires con desprecio mi alma, ni la de éstos que están conmigo”, y en el fondo en la calle de San Nicolás, lo que fue capilla de la necrópolis con la inscripción: “Beati mortui, qui in Domino mortuntur” (Bianeventurados los que mueren en el Señor).
De trecho en trecho se dejaban ver suntuosos mausoleos. Sepulturas sin embargo, cuyo nombre del ocupante permanecía oculto. Esto nos daba la clave de las dos causas que actuaban para la erección de los monumentos sepulcrales de más o menos valos: la veneración a los muertos y la vanidad de los vivos.
Abundaban lápidas con poesías; una de ellas decía así: “La muerte es el principio de la vida,- para siempre feliz o desgraciada- si se muere viviendo, va perdida; - se se vive muriendo, va ganada”.
En la calle de Sta. Teresa se dio cita funeraria la nobleza alicantina. Allí desde 1815 estaba Doña Antonia de la Cerda, Condesa de Oñate, Marquesa de Montealegre y Duquesa de Nájera; allí estaba Don Félix Berenguer de Marquina, Teniente General de la Real Armada, Capitán General y Gobernador de Filipinas y virrey de Nueva España. Una excepción: lejos de allí y en fosa común desde 1828 yacía Don José Roca de Togores, Conde de Pino Hermoso, Brigadier de los Ejércitos Nacionales y Comandante General de la Provincia de Alicante en el día de su óbito. Sobre tan humilde tumba, por voluntad del finado, sólo aparecía una modesta columna de piedra, cuyo remate servía de pedestal a una cruz de hierro, sin inscripción alguna.
Y diseminados por entre las diversas calles funerarias (de San Nicolás casi en ruinas; de la Virgen de los Remedios, de San José, en lamentable descuido...) se encontraban los sepulcros de aquellas figuras alicantinas que dejaron tras de sí ráfagas históricas para su pueblo: Don Bartolomé Arques, político, 1826; Don Emilio Jover, el arquitecto que trazó las líneas del nuevo Alicante y levantó el teatro Principal, 1854; Don Manuel Carreras Amérigo rico político que murió pobre en 1855; Don Miguel Crevea, músico de 27 años que nos legó el miserere alicantino,1864; Marta Barrie, fundadora del Asilo del Remedio,1885; Don Juan Vila y Blanco, literato, cronista de la provincia, 1886; Don Manuel Ausó Monzó, médico y primer catedrático de Historia Natural del Instituto, 1891 y Don Aureliano Ibarra Manzoni, historiador y literato, 1891.
Caídos en el siglo XX pero de aquella pléyade, eran: Lorenzo Casanova, pintor, 1900; Don Rafael Terol Maluenda, alcalde, 1902; Don Rafael Campos Vasallo, catedrático y literato, 1902; Don José Guardiola Picó, el arquitecto de la plaza de toros, Asilo del Remedio y campanario de San Nicolás, 1909...
Enumerarlos a todos sería como escribir una crónica alicantina de alta sociedad ochocentista; no obstante citaremos para terminar esta relación dos nombres más, caldeados por el sol inmortal de las glorias: el del gran historiador y literato Don Nicolás Camilo Jover que falleció en 1881 y estaba escrito en el nicho nº 66 de la calle Santa María; y el de Don José Soler y Sánchez. Sus restos descansaban desde 1908, en un piadoso mausoleo creación insuperable de Rafael Ibáñez, cuya magnificencia parecía agrandada por la influencia magnética de aquel alcalde alicantino que admirablemente compaginó la alcaldía con la famosa farcia de los Soler y cátedra de Química en el Instituto.
Más adelante, entrando en el patio que precedía al campo de fosas comunes, se leían a más de epitafios vulgares, otros gritos de dolor: “Rueguen a Dios por quien aquí dentro yace” “Rogad por la que vivió como una martir y murió como una santa”.
Por último, multitud de lápidas blancas menudeaban por todo el recinto sagrado con candorosos conceptos, sólo de una madre dolorida. Eran tumbas de niños, “Pepito, ¡Angel mio!” “!Hijo del alma, que pronto nos dejaste!”.
Éste era, y así era, el Cementerio de San Blas
Era el cementerio de San Blas.
El tiempo, que todo lo destroza (hasta la propia casa de los muertos), lo clausuró hace muchos años. Las paredes que sostenían los grupos de nichos, cedieronn, los techos se agrietaron, rotas se quedaron las cruces y las hierbas cubrieron el suelo.
Pero no importa, porque algo inmortal aquí se albergó..., y fueron el conjunto de sus sepulcros, humildes los más, morada eterna de grandes alicantinos.
¡Con qué respetuoso temor vibra el alma al recordar este viejo camposanto! ¡Cómo perturban el espíritu recuerdos de gloria extinguidas, que hacen declinar nuestra frente y orar en silencio, ante el recuerdo de las tumbas de los que fueron grandes hombres, honra de Alicante!
Apenas penetrábamos en él, vislumbrábamos, muy elevado, un ángel de piedra blanca. “No mires con desprecio mi alma, ni la de éstos que están conmigo”, y en el fondo en la calle de San Nicolás, lo que fue capilla de la necrópolis con la inscripción: “Beati mortui, qui in Domino mortuntur” (Bianeventurados los que mueren en el Señor).
De trecho en trecho se dejaban ver suntuosos mausoleos. Sepulturas sin embargo, cuyo nombre del ocupante permanecía oculto. Esto nos daba la clave de las dos causas que actuaban para la erección de los monumentos sepulcrales de más o menos valos: la veneración a los muertos y la vanidad de los vivos.
Abundaban lápidas con poesías; una de ellas decía así: “La muerte es el principio de la vida,- para siempre feliz o desgraciada- si se muere viviendo, va perdida; - se se vive muriendo, va ganada”.
En la calle de Sta. Teresa se dio cita funeraria la nobleza alicantina. Allí desde 1815 estaba Doña Antonia de la Cerda, Condesa de Oñate, Marquesa de Montealegre y Duquesa de Nájera; allí estaba Don Félix Berenguer de Marquina, Teniente General de la Real Armada, Capitán General y Gobernador de Filipinas y virrey de Nueva España. Una excepción: lejos de allí y en fosa común desde 1828 yacía Don José Roca de Togores, Conde de Pino Hermoso, Brigadier de los Ejércitos Nacionales y Comandante General de la Provincia de Alicante en el día de su óbito. Sobre tan humilde tumba, por voluntad del finado, sólo aparecía una modesta columna de piedra, cuyo remate servía de pedestal a una cruz de hierro, sin inscripción alguna.
Y diseminados por entre las diversas calles funerarias (de San Nicolás casi en ruinas; de la Virgen de los Remedios, de San José, en lamentable descuido...) se encontraban los sepulcros de aquellas figuras alicantinas que dejaron tras de sí ráfagas históricas para su pueblo: Don Bartolomé Arques, político, 1826; Don Emilio Jover, el arquitecto que trazó las líneas del nuevo Alicante y levantó el teatro Principal, 1854; Don Manuel Carreras Amérigo rico político que murió pobre en 1855; Don Miguel Crevea, músico de 27 años que nos legó el miserere alicantino,1864; Marta Barrie, fundadora del Asilo del Remedio,1885; Don Juan Vila y Blanco, literato, cronista de la provincia, 1886; Don Manuel Ausó Monzó, médico y primer catedrático de Historia Natural del Instituto, 1891 y Don Aureliano Ibarra Manzoni, historiador y literato, 1891.
Caídos en el siglo XX pero de aquella pléyade, eran: Lorenzo Casanova, pintor, 1900; Don Rafael Terol Maluenda, alcalde, 1902; Don Rafael Campos Vasallo, catedrático y literato, 1902; Don José Guardiola Picó, el arquitecto de la plaza de toros, Asilo del Remedio y campanario de San Nicolás, 1909...
Enumerarlos a todos sería como escribir una crónica alicantina de alta sociedad ochocentista; no obstante citaremos para terminar esta relación dos nombres más, caldeados por el sol inmortal de las glorias: el del gran historiador y literato Don Nicolás Camilo Jover que falleció en 1881 y estaba escrito en el nicho nº 66 de la calle Santa María; y el de Don José Soler y Sánchez. Sus restos descansaban desde 1908, en un piadoso mausoleo creación insuperable de Rafael Ibáñez, cuya magnificencia parecía agrandada por la influencia magnética de aquel alcalde alicantino que admirablemente compaginó la alcaldía con la famosa farcia de los Soler y cátedra de Química en el Instituto.
Más adelante, entrando en el patio que precedía al campo de fosas comunes, se leían a más de epitafios vulgares, otros gritos de dolor: “Rueguen a Dios por quien aquí dentro yace” “Rogad por la que vivió como una martir y murió como una santa”.
Por último, multitud de lápidas blancas menudeaban por todo el recinto sagrado con candorosos conceptos, sólo de una madre dolorida. Eran tumbas de niños, “Pepito, ¡Angel mio!” “!Hijo del alma, que pronto nos dejaste!”.
Éste era, y así era, el Cementerio de San Blas