El tiempo tenía, para el alicantino medieval, un sentido muy diferente al nuestro.
Su percepción era más cualitativa que cuantitativa, en la que el alicantino utilizaba señales cronológicas procedentes de diferentes lugares: un periodo del año, una festividad concreta, una parte de la jornada laboral...., sin muchas más precisiones.
Predominaba un tiempo rural, de larga duración, y en el caso de Alicante ciudad también un marinero, todos ellos marcados por el ritmo del día y de la noche, de las cuatro estaciones y de las faenas agrícolas.
Aunque no faltaba el tiempo clerical y el de las festividades religiosas, el alicantino medieval se guiaba por las fechas de pagos agrícolas y marineros, por sus días de mercado y sus ferias.
Pero en el siglo XV, el tiempo se fue haciendo más ciudadano, existiendo una mayor preocupación por precisar las fechas, por aprehender ese tiempo, lo que llevó a las autoridades municipales de la provincia a instalar relojes públicos en las calles de los pueblos. No sabemos si lo hubo en Alicante ciudad, aunque cabe pensar que sí, por similitud a las vecinas Alcoy, Elche y Orihuela.
En estos siglos medievales se consolidó la familia conyugal. El linaje apareció como elemento básico para reforzar la cohesión familiar. El apellido permitía identificar a la familia, en tanto que el blasón daba cohesión y distinción al linaje. Arques en su “Nobiliario Alicantino” recoge toda la nobleza de la ciudad, algunos de cuyos linajes se remontan al siglo XV: los Burgunyó, Ferrandez de-Mesa, Martinez de Vera...
A través del matrimonio se garantizaba por vía de la herencia los derechos, posesiones y privilegios de la familia. Matrimonio, que en las clases superiores, se rodeaba de ritos y ceremonias, a los que permanecía ajeno el pueblo llano.
Pero también a través de la muerte los alicantinos recordábamos nuestro rango en el mundo. Si unos eran sepultados en la Iglesia de Santa María o de San Nicolás, al pie del altar mayor o de los colaterales, otros iban al cementerio parroquial.
La muerte era inseparable del alicantino, condicionando su quehacer. La esperanza de vida rondaba los 40 años y, periodicamente, el hambre, la guerra y las epidemias (vease los artículos sobre la Fiebre Amarilla y el Cólera Morbo) hacían que la muerte se enseñorease de la colectividad.
Había que estar preparado para la muerte, que se presentaba sin avisar. Gestos y rituales eran frecuentes a diario en nuestras calles: el médico y el cura consolando al enfermo y disputándose su generosidad, junto con los parientes. En el testamento, el moribundo profesaba su fe cristiana y disponía sobre su entierro, siendo la sepultura la opción más estudiada. La caridad tenía su plasmación en misas pagadas y fundaciones religiosas.
Aunque no faltaba el tiempo clerical y el de las festividades religiosas, el alicantino medieval se guiaba por las fechas de pagos agrícolas y marineros, por sus días de mercado y sus ferias.
Pero en el siglo XV, el tiempo se fue haciendo más ciudadano, existiendo una mayor preocupación por precisar las fechas, por aprehender ese tiempo, lo que llevó a las autoridades municipales de la provincia a instalar relojes públicos en las calles de los pueblos. No sabemos si lo hubo en Alicante ciudad, aunque cabe pensar que sí, por similitud a las vecinas Alcoy, Elche y Orihuela.
En estos siglos medievales se consolidó la familia conyugal. El linaje apareció como elemento básico para reforzar la cohesión familiar. El apellido permitía identificar a la familia, en tanto que el blasón daba cohesión y distinción al linaje. Arques en su “Nobiliario Alicantino” recoge toda la nobleza de la ciudad, algunos de cuyos linajes se remontan al siglo XV: los Burgunyó, Ferrandez de-Mesa, Martinez de Vera...
A través del matrimonio se garantizaba por vía de la herencia los derechos, posesiones y privilegios de la familia. Matrimonio, que en las clases superiores, se rodeaba de ritos y ceremonias, a los que permanecía ajeno el pueblo llano.
Pero también a través de la muerte los alicantinos recordábamos nuestro rango en el mundo. Si unos eran sepultados en la Iglesia de Santa María o de San Nicolás, al pie del altar mayor o de los colaterales, otros iban al cementerio parroquial.
La muerte era inseparable del alicantino, condicionando su quehacer. La esperanza de vida rondaba los 40 años y, periodicamente, el hambre, la guerra y las epidemias (vease los artículos sobre la Fiebre Amarilla y el Cólera Morbo) hacían que la muerte se enseñorease de la colectividad.
Había que estar preparado para la muerte, que se presentaba sin avisar. Gestos y rituales eran frecuentes a diario en nuestras calles: el médico y el cura consolando al enfermo y disputándose su generosidad, junto con los parientes. En el testamento, el moribundo profesaba su fe cristiana y disponía sobre su entierro, siendo la sepultura la opción más estudiada. La caridad tenía su plasmación en misas pagadas y fundaciones religiosas.
En Alicante era muy frecuente el caso de testadores que dejaron mucho dinero a la iglesia de Santa María y San Nicolás. Otras veces estos legados eran destinados a socorrer a los pobres y enfermos, como el hospital fundado por Bernat Gomis, según su testamento del 25 de abril de 1333 y conocido más tarde como Hospital San Juan Bautista, lindando al oeste con la actual calle de San Nicolás y al este con San Agustín.
INFO: Historia de Alicante. 1989.
INFO: Historia de Alicante. 1989.