No hace tantos años, carecíamos de multitud de ventajas que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar.
Entre ellas, una de las más importantes fue la facilidad de las comunicaciones entre los pueblos apartados.
Los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio de transportar paquetes y personas de un pueblo a otro.
Sin embargo, sin diligencias (o sin navíos), la libertad estaría todavía probablemente encerrada en los Estados Unidos.
La navegación trajo la libertad a Europa...; las diligencias, han coronado esa obra.
La rapidez de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos los países.
Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer un viaje, era forzoso preguntar de posada en posada por medios de transporte. Estos se dividían entonces en: coches de colleras, galeras, carromatos, tartanas y acémilas.
En la celeridad no había diferencia ninguna: no se concebía como podía un hombre apartarse de un punto en un sólo día más de seis o siete leguas.
Aun así, era preciso contar con mucho tiempo libre y con la colocación de "ventas" para el descanso de los viajeros.
Y es que esto, más que viajar, era asomarse al país.
En los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada; los carromatos y las acémilas estaban reservadas a las mujeres de militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia...
Las demás gentes no viajaban; y semejantes los hombres a los troncos, allí donde nacían, allí morían.
Cada cual sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe.
Leamos un pequeño relato escrito por un anónimo en 1835 acerca de las diligencias:
“No entraré en la explicación minuciosa y poco importante para el público de las causas que me hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas, donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas reales, sin duda por lo que tienen de efectivas. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibir a los viajeros
El patio comienza a llenarse de viajeros y de sus familias y amigos; los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran despacio; como muy enterados de la hora están ya como en su casa; los que vienen a despedirles entran de prisa y preguntando:
-¿Ha marchado ya la diligencia? Ah no; aquí está todavía!
Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres; si son mujeres, gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!
Los acompañantes, portadores de menos aparato se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.
A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de su estancia en la población.
Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje. Sabe que en diligencia el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza, en los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y triunfa por lo regular. Una diligencia viene a ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de la belleza.
Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué multitud de ocasiones de prestarse mutuos servicios!
Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años; el militar fija el lente; ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero las lágrimas por sí solas no quieren decir nada.
-Se puede querer mucho a su marido -dice el militar para sí- y hacer un viaje divertido.
-¡Voto va! ya ha marchado- entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender...
¡Ah! ¡ah! este es un verdadero viajero; su mujer le acosa a preguntas:
-¿Se ha olvidado el pastel?
-No, aquí le traigo
-¿Tabaco?
-No, aquí está
-¿El gorro?
-En este bolsillo
-¿El pasaporte?
-En este otro.
Por fin se adelanta la diligencia, se aplica la escalera a sus costados y la baca recibe en su seno los paquetes; en menos de un minuto está dispuesta la carga y salen los caballos lentamente a colocarse en su puesto
El patio de las diligencias es a un cementerio lo que el sueño a la muerte. Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las mujeres lloran sin vergüenza.
-Vamos señores- repite el conductor; y todo el mundo se coloca.
Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.”
Entre ellas, una de las más importantes fue la facilidad de las comunicaciones entre los pueblos apartados.
Los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio de transportar paquetes y personas de un pueblo a otro.
Sin embargo, sin diligencias (o sin navíos), la libertad estaría todavía probablemente encerrada en los Estados Unidos.
La navegación trajo la libertad a Europa...; las diligencias, han coronado esa obra.
La rapidez de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos los países.
Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer un viaje, era forzoso preguntar de posada en posada por medios de transporte. Estos se dividían entonces en: coches de colleras, galeras, carromatos, tartanas y acémilas.
En la celeridad no había diferencia ninguna: no se concebía como podía un hombre apartarse de un punto en un sólo día más de seis o siete leguas.
Aun así, era preciso contar con mucho tiempo libre y con la colocación de "ventas" para el descanso de los viajeros.
Y es que esto, más que viajar, era asomarse al país.
En los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada; los carromatos y las acémilas estaban reservadas a las mujeres de militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia...
Las demás gentes no viajaban; y semejantes los hombres a los troncos, allí donde nacían, allí morían.
Cada cual sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe.
Leamos un pequeño relato escrito por un anónimo en 1835 acerca de las diligencias:
“No entraré en la explicación minuciosa y poco importante para el público de las causas que me hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas, donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas reales, sin duda por lo que tienen de efectivas. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibir a los viajeros
El patio comienza a llenarse de viajeros y de sus familias y amigos; los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran despacio; como muy enterados de la hora están ya como en su casa; los que vienen a despedirles entran de prisa y preguntando:
-¿Ha marchado ya la diligencia? Ah no; aquí está todavía!
Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres; si son mujeres, gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!
Los acompañantes, portadores de menos aparato se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.
A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de su estancia en la población.
Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje. Sabe que en diligencia el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza, en los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y triunfa por lo regular. Una diligencia viene a ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de la belleza.
Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué multitud de ocasiones de prestarse mutuos servicios!
Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años; el militar fija el lente; ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero las lágrimas por sí solas no quieren decir nada.
-Se puede querer mucho a su marido -dice el militar para sí- y hacer un viaje divertido.
-¡Voto va! ya ha marchado- entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender...
¡Ah! ¡ah! este es un verdadero viajero; su mujer le acosa a preguntas:
-¿Se ha olvidado el pastel?
-No, aquí le traigo
-¿Tabaco?
-No, aquí está
-¿El gorro?
-En este bolsillo
-¿El pasaporte?
-En este otro.
Por fin se adelanta la diligencia, se aplica la escalera a sus costados y la baca recibe en su seno los paquetes; en menos de un minuto está dispuesta la carga y salen los caballos lentamente a colocarse en su puesto
El patio de las diligencias es a un cementerio lo que el sueño a la muerte. Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las mujeres lloran sin vergüenza.
-Vamos señores- repite el conductor; y todo el mundo se coloca.
Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.”
Este curioso relato escrito por un viajero de 1835 no es nada comparable a lo que sufrían los habitantes de Calpe hasta finales del propio siglo XIX. Por esta zona no existían más que caminos de herradura y que por supuesto no permitían el paso de estos “lujosos” carruajes. El difícil paso del Collado de Calpe y sobre todo la construcción de los túneles y puente del Mascarat impidieron hasta 1890 el paso de carruajes de cierto porte por estas tierras.
A pesar de que el último de los túneles se abre el día 3 de Marzo de 1869, las numerosas dificultades que entrañaba la construcción del puente del Mascarat (y que por cierto, una tromba de agua casi se lo lleva por delante en Junio de 1877) no se zanjaron hasta el año 1889, en que el contratista de la carretera don Joaquín Thous puede abrirla al poco transito de aquellos días.
La construcción de esta vía significó para la comarca de las Marinas el transito de mercancías con una cierta fluidez. Hay que tener en cuenta que hasta entonces sólo se disponía de un camino vecinal desde Alicante hasta Altea, finalizado en 1862 y, “casi no existía movimiento terrestre, ni de viajeros ni de mercancías, toda vez que los transportes a cargo de los arrieros se verificaban generalmente a lomo”
Desde 1889 el transito aumentó espectacularmente así como el número de carros dedicado al transporte profesional. Como muestra, en Altea con sólo 2 carros censados en 1862 llegó a disponer de 23 en 1889.
A pesar de que el último de los túneles se abre el día 3 de Marzo de 1869, las numerosas dificultades que entrañaba la construcción del puente del Mascarat (y que por cierto, una tromba de agua casi se lo lleva por delante en Junio de 1877) no se zanjaron hasta el año 1889, en que el contratista de la carretera don Joaquín Thous puede abrirla al poco transito de aquellos días.
La construcción de esta vía significó para la comarca de las Marinas el transito de mercancías con una cierta fluidez. Hay que tener en cuenta que hasta entonces sólo se disponía de un camino vecinal desde Alicante hasta Altea, finalizado en 1862 y, “casi no existía movimiento terrestre, ni de viajeros ni de mercancías, toda vez que los transportes a cargo de los arrieros se verificaban generalmente a lomo”
Desde 1889 el transito aumentó espectacularmente así como el número de carros dedicado al transporte profesional. Como muestra, en Altea con sólo 2 carros censados en 1862 llegó a disponer de 23 en 1889.
Podéis leer el artículo completo escrito por Andrés Ortolá en agosto de 2003 en ESTE enlace.