A lo largo de la historia, grandes personajes de todos los tiempos han pasado por nuestra tierra y se han maravillado con ella.
El gran escritor danés Hans Christian Andersen fue uno de ellos.
El gran escritor danés Hans Christian Andersen fue uno de ellos.
En la primavera de 1808, quince mil soldados españoles se hallaban en Dinamarca para fortalecer el bloqueo contra los ingleses, en cumplimiento de lo acordado en el Tratado de San Ildefonso en 1796. Años después, uno de los niños que veía desfilar marcialmente a los españoles por la ciudad de Odense, llamado Hans Christian Andersen, escribió esto en su autobiografía titulada El cuento de mi vida:
“Un buen día, me alzó un soldado español en sus brazos y apretó contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso era católico, pero a mí me habían gustado la medalla y el extranjero aquél, que bailó girando conmigo en brazos mientras lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España”.
A partir de aquel momento, España se convirtió en una obsesión que perduró durante la mayor parte de la vida de Hans Christian Andersen.
El escritor logró hacer realidad su sueño de recorrer España cuando tenía ya cincuenta y ocho años y se había convertido en uno de los escritores más populares de Europa, homenajeado por príncipes, aristócratas y artistas de todo el continente.
“Un buen día, me alzó un soldado español en sus brazos y apretó contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso era católico, pero a mí me habían gustado la medalla y el extranjero aquél, que bailó girando conmigo en brazos mientras lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España”.
A partir de aquel momento, España se convirtió en una obsesión que perduró durante la mayor parte de la vida de Hans Christian Andersen.
El escritor logró hacer realidad su sueño de recorrer España cuando tenía ya cincuenta y ocho años y se había convertido en uno de los escritores más populares de Europa, homenajeado por príncipes, aristócratas y artistas de todo el continente.
Era el año 1863.
Al tercer día de estancia en España, el escritor y su acompañante partieron de Almansa en dirección a Alicante. El tren recién inaugurado, que Andersen asegura que “corría veloz”, invirtió casi seis horas en hacer el recorrido. Durante el viaje el escritor entabló amistad con un militar español que le resultó de gran utilidad para librarse de la persecución de los maleteros espontáneos de la estación alicantina. “Nuestro amigo llamó a tres centinelas que hacían la guardia; estaban armados, pero, con fusil y todo, ellos acudieron; ¡qué más daba! Uno cogió la maleta, el otro, el saco de noche, y el tercero nos consiguió sitio en una tartana que el oficial, personalmente, nos había ido a buscar. La muchedumbre se apartaba a un lado, debían de tomarnos o por personajes importantes o por un par de presos que iban de traslado”.
Pasada la medianoche, los dos viajeros daneses se alojaron en la Fonda del Bossio, donde Andersen sintió, por primera vez, el embrujo de su soñada España: “Una escalera ancha nos condujo a habitaciones amplias, con esteras de junco por el suelo. Las ventanas estaban abiertas de par en par, mas no se movía ni un soplo de aire. Nos trajeron frutas incomparables, uvas de moscatel zumosas y tersas, vino llameante, el típico de Alicante. El rumor del reflujo del mar fue nuestra música de sobremesa, las estrellas del cielo, la iluminación; hacía una noche de verano como no la había experimentado nunca”.
La placida vida de Alicante la reflejó así Andersen en su libro: “La fisonomía de la ciudad la componen casas encaladas, con techos planos y balcones volantes; hay un par de calles pavimentadas y una alameda que evoca un fragmento de boulevard parisino -aunque nadie iba a echar de menos un recorte tan chico-. Los árboles no dan mucha sombra, que digamos; no obstante, la gente se sienta en fila en los bancos de piedra y se dedica a mirar a los que pasean”.
Le sorprendió la animación del mercado (hoy Casa Carbonell) situado cerca de la alameda, junto al puerto, así como la variedad de carnes, pescados y verduras. “Aquí amontonaban las naranjas como las patatas en Dinamarca; cebollas y uvas enormes colgaban de las vigas verticales, cual si brotasen de la madera muerta. Por fuera se extendía la calle principal de la ciudad, con edificios imponentes, entre los cuales destacaba, más que ninguno, el Ayuntamiento que, con sus torres en las cuatro esquinas, parece algo”.
Andersen se sintió tan abrumado por el oscuro ambiente de la catedral de San Nicolás que escribió: “aquí no se respiraba aire de Dios; se estaba en un ambiente lúgubre, creado por el hombre”.
El escritor vió en la playa grandes jaulas de madera con hienas y leones, “que de haber podido escaparse no echarían de menos el calor tórrido de África”, pero no logró explicar su presencia allí hasta que el cónsul danés no le informó al día siguiente que “a una legua de la ciudad se había celebrado una fiesta popular”. “¡Qué pena no haberlo sabido antes! En la ciudad no se había notado la falta de tanta gente; era domingo por la noche y la alameda estaba tan concurrida como de costumbre por multitud de paseantes: militares, civiles, señoras de mantilla negra y reverberantes abanicos, mozas y mujeres con pañoleta de colorines. La banda de música había tocado hasta media noche, la chiquillería bailó en corro por en medio del gentío; todos los bancos estuvieron ocupados por grupos de cotillas”.
De Alicante, Andersen y su acompañante viajaron en diligencia hasta Elche a través de un paisaje reseco y por un camino que “concordaba perfectamente con las peores descripciones que uno hubiese leído acerca de las carreteras españolas”. A su paso por el gran palmeral, el escritor danés se sintió transportado a Tierra Santa y se vió confortado por la sombra de las palmeras “como lo hiciera el rey David y como hicieran los apóstoles en sus largos recorridos”. Un descanso de una hora en un ventorrillo junto a la muralla ilicitana para tomar un chocolate y de nuevo en diligencia hasta Orihuela, localidad en la que Andersen encontró a su Maritornes.
“Admito haber visto los monumentales edificios de la villa, su grandioso Cuartel de Caballería, el Palacio del Arzobispo y la Catedral; mas no guardo el menor recuerdo de todo ello. En cambio, la taberna donde comimos aquel mismo día no la olvidaré jamás”. A continuación describe el local, lleno de moscas, y abarrotado de clientes, desesperados ante la parsimonia de las cocineras, “a cuál más fea, jóvenes y viejas”.
La descripción que hizo de la posada y su posadera es de las más impresionistas del libro: “La dueña, una mujer joven y rubia, inflada de gorda pero de tez blanca y sonrosada, daba órdenes con voz hombruna. Debía de tener buenas fuerzas; seguro que podía doblarle la rodilla a más de un buen mozo. Era el tipo ideal de mujer para un bandolero”.
Después de abandonar la hoy Comunidad Valenciana, Hans Christian Andersen viajó a Murcia, Málaga, Granada, Tánger, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos, Vitoria y San Sebastián.
Al término de su viaje escribió en su Viaje por España: “El mapa nos muestra a España como la cabeza de doña Europa; yo vi su preciosa cara y no la olvidaré jamás”.
Al tercer día de estancia en España, el escritor y su acompañante partieron de Almansa en dirección a Alicante. El tren recién inaugurado, que Andersen asegura que “corría veloz”, invirtió casi seis horas en hacer el recorrido. Durante el viaje el escritor entabló amistad con un militar español que le resultó de gran utilidad para librarse de la persecución de los maleteros espontáneos de la estación alicantina. “Nuestro amigo llamó a tres centinelas que hacían la guardia; estaban armados, pero, con fusil y todo, ellos acudieron; ¡qué más daba! Uno cogió la maleta, el otro, el saco de noche, y el tercero nos consiguió sitio en una tartana que el oficial, personalmente, nos había ido a buscar. La muchedumbre se apartaba a un lado, debían de tomarnos o por personajes importantes o por un par de presos que iban de traslado”.
Pasada la medianoche, los dos viajeros daneses se alojaron en la Fonda del Bossio, donde Andersen sintió, por primera vez, el embrujo de su soñada España: “Una escalera ancha nos condujo a habitaciones amplias, con esteras de junco por el suelo. Las ventanas estaban abiertas de par en par, mas no se movía ni un soplo de aire. Nos trajeron frutas incomparables, uvas de moscatel zumosas y tersas, vino llameante, el típico de Alicante. El rumor del reflujo del mar fue nuestra música de sobremesa, las estrellas del cielo, la iluminación; hacía una noche de verano como no la había experimentado nunca”.
La placida vida de Alicante la reflejó así Andersen en su libro: “La fisonomía de la ciudad la componen casas encaladas, con techos planos y balcones volantes; hay un par de calles pavimentadas y una alameda que evoca un fragmento de boulevard parisino -aunque nadie iba a echar de menos un recorte tan chico-. Los árboles no dan mucha sombra, que digamos; no obstante, la gente se sienta en fila en los bancos de piedra y se dedica a mirar a los que pasean”.
Le sorprendió la animación del mercado (hoy Casa Carbonell) situado cerca de la alameda, junto al puerto, así como la variedad de carnes, pescados y verduras. “Aquí amontonaban las naranjas como las patatas en Dinamarca; cebollas y uvas enormes colgaban de las vigas verticales, cual si brotasen de la madera muerta. Por fuera se extendía la calle principal de la ciudad, con edificios imponentes, entre los cuales destacaba, más que ninguno, el Ayuntamiento que, con sus torres en las cuatro esquinas, parece algo”.
Andersen se sintió tan abrumado por el oscuro ambiente de la catedral de San Nicolás que escribió: “aquí no se respiraba aire de Dios; se estaba en un ambiente lúgubre, creado por el hombre”.
El escritor vió en la playa grandes jaulas de madera con hienas y leones, “que de haber podido escaparse no echarían de menos el calor tórrido de África”, pero no logró explicar su presencia allí hasta que el cónsul danés no le informó al día siguiente que “a una legua de la ciudad se había celebrado una fiesta popular”. “¡Qué pena no haberlo sabido antes! En la ciudad no se había notado la falta de tanta gente; era domingo por la noche y la alameda estaba tan concurrida como de costumbre por multitud de paseantes: militares, civiles, señoras de mantilla negra y reverberantes abanicos, mozas y mujeres con pañoleta de colorines. La banda de música había tocado hasta media noche, la chiquillería bailó en corro por en medio del gentío; todos los bancos estuvieron ocupados por grupos de cotillas”.
De Alicante, Andersen y su acompañante viajaron en diligencia hasta Elche a través de un paisaje reseco y por un camino que “concordaba perfectamente con las peores descripciones que uno hubiese leído acerca de las carreteras españolas”. A su paso por el gran palmeral, el escritor danés se sintió transportado a Tierra Santa y se vió confortado por la sombra de las palmeras “como lo hiciera el rey David y como hicieran los apóstoles en sus largos recorridos”. Un descanso de una hora en un ventorrillo junto a la muralla ilicitana para tomar un chocolate y de nuevo en diligencia hasta Orihuela, localidad en la que Andersen encontró a su Maritornes.
“Admito haber visto los monumentales edificios de la villa, su grandioso Cuartel de Caballería, el Palacio del Arzobispo y la Catedral; mas no guardo el menor recuerdo de todo ello. En cambio, la taberna donde comimos aquel mismo día no la olvidaré jamás”. A continuación describe el local, lleno de moscas, y abarrotado de clientes, desesperados ante la parsimonia de las cocineras, “a cuál más fea, jóvenes y viejas”.
La descripción que hizo de la posada y su posadera es de las más impresionistas del libro: “La dueña, una mujer joven y rubia, inflada de gorda pero de tez blanca y sonrosada, daba órdenes con voz hombruna. Debía de tener buenas fuerzas; seguro que podía doblarle la rodilla a más de un buen mozo. Era el tipo ideal de mujer para un bandolero”.
Después de abandonar la hoy Comunidad Valenciana, Hans Christian Andersen viajó a Murcia, Málaga, Granada, Tánger, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos, Vitoria y San Sebastián.
Al término de su viaje escribió en su Viaje por España: “El mapa nos muestra a España como la cabeza de doña Europa; yo vi su preciosa cara y no la olvidaré jamás”.