En 1942, se reedita el libro “La conquista del horizonte”, donde su autor Wenceslao Fernández Flórez, relata en tono de humor sus correrías por Europa, comenzando en su Galicia natal y pasando por nuestra provincia. El capitulo dedicado a Alicante lleva por subtitulo “El devorador de arroces”.
Todo empezó, según Don Wenceslao, cuando recibió una insólita invitación de un amigo de la terreta: “Venga usted a comerse todos nuestros arroces”. Y Wenceslao se apresuro a contestar gallarda y firmemente: ¡Voy¡.
Nos recuerda, al principio de su narración, como al enterarse la gente de la aventura en la que iba a embarcarse, recibió muchos consejos, la mayoría contrarios a tales excesos arroceros: “Hubo quien me insinuaba la convenencia de testar antes de emprender el viaje, quien procuraba disuadirme, quien me sugería un entrenamiento salvador, y hasta quince o veinte desconocidos, sospechosamente delgados, se hicieron presentar a mi para anunciarme que deseaban correr mi triste suerte y que estaban dispuestos a acompañarme a Alicante para morir comiendo arroz, si era preciso”.
El señor Guardiola, presidente del Ateneo alicantino, hombre culto y amable, ejercía de anfitrión. Todo marcha sobre ruedas y Fernández Flórez ya iba por catorce arroces diferentes. En esto que cayeron cuatro gotas. Cuatro. Tres señores que tomaban su aperitivo junto a Wenceslao en la terraza de un café en el Paseo de los Mártires opinaron, con mucha flema británica, eso si, sobre tan original acontecimiento: -Parece que arrojan granos de arena sobre el toldo-.Otro opinó, después de escuchar atentamente: -Es un vapor que desahoga su caldera allá lejos, en el espigón.- El tercero vaciló antes de afirmar: -Juraría que llueve- ¿Llueve?, preguntaron sus compañeros con profunda extrañeza. Uno de ellos, asomándose al exterior del entoldado, ratificó con rotundidad la perversión atmosférica: ¡Llueve ¡ en este caso, exclamo presurosamente el señor, me voy, tengo un hijo de siete años que no ha salido nunca de la provincia, y quiero que conozca la lluvia. Haré que se asome al balcón.Al poco, llegaron algunos de los nuevos amigos de Fernández Flórez. Todos iban con unos rostros alargados, mirada triste, como de pésame, y los ceños fruncidos. Rehuían su mirada y no se atrevían a dirigirle la palabra. El escritor gallego creyó que venían a comunicarle la desaparición de sus maletas o, lo más trágico, que se hubiera pegado el quinceavo arroz que le tocaba probar ese día, -Tiene usted mala suerte-, dijo uno de ellos decidido a afrontar el asunto. ¿Por que? -Este tiempo…este indigno tiempo… hasta ayer -añadió otro-, unos días primaverales…
Usted, claro, querrá paraguas -le dijeron solícitamente al escritor- ¿Cómo va a salir de aquí con esta lluvia?La situación pluviométrica era la siguiente: -caía una gota frente a la casa numero seis, otra frente a la numero veinte, otra en la Rambla, otra en el Castillo de San Fernando…- Había que procurarle un paraguas, pero ¿quien tenia aquí un paraguas? No recordaban bien. Quizás un señor que suele viajar por el Norte... acaso en las farmacias... Desde luego, alguien conocía en Denia a una anciana que poseía un paraguas. Si se quería enviar un auto a buscarla...
Fernández Florez remacha esta parte climática de su experiencia alicantina: -Al dia siguiente lucio un alegre sol en el cielo sin nubes, y las noches tuvieron la serenidad y la dulzura de las postrimerías de un verano. Ya se donde se refugia la Primavera cuando el invierno baja del Norte como un vikingo depredador, para invadir Europa…- Y así quedó, Alicante, para siempre, como la Casa de la Primavera.
Todo empezó, según Don Wenceslao, cuando recibió una insólita invitación de un amigo de la terreta: “Venga usted a comerse todos nuestros arroces”. Y Wenceslao se apresuro a contestar gallarda y firmemente: ¡Voy¡.
Nos recuerda, al principio de su narración, como al enterarse la gente de la aventura en la que iba a embarcarse, recibió muchos consejos, la mayoría contrarios a tales excesos arroceros: “Hubo quien me insinuaba la convenencia de testar antes de emprender el viaje, quien procuraba disuadirme, quien me sugería un entrenamiento salvador, y hasta quince o veinte desconocidos, sospechosamente delgados, se hicieron presentar a mi para anunciarme que deseaban correr mi triste suerte y que estaban dispuestos a acompañarme a Alicante para morir comiendo arroz, si era preciso”.
El señor Guardiola, presidente del Ateneo alicantino, hombre culto y amable, ejercía de anfitrión. Todo marcha sobre ruedas y Fernández Flórez ya iba por catorce arroces diferentes. En esto que cayeron cuatro gotas. Cuatro. Tres señores que tomaban su aperitivo junto a Wenceslao en la terraza de un café en el Paseo de los Mártires opinaron, con mucha flema británica, eso si, sobre tan original acontecimiento: -Parece que arrojan granos de arena sobre el toldo-.Otro opinó, después de escuchar atentamente: -Es un vapor que desahoga su caldera allá lejos, en el espigón.- El tercero vaciló antes de afirmar: -Juraría que llueve- ¿Llueve?, preguntaron sus compañeros con profunda extrañeza. Uno de ellos, asomándose al exterior del entoldado, ratificó con rotundidad la perversión atmosférica: ¡Llueve ¡ en este caso, exclamo presurosamente el señor, me voy, tengo un hijo de siete años que no ha salido nunca de la provincia, y quiero que conozca la lluvia. Haré que se asome al balcón.Al poco, llegaron algunos de los nuevos amigos de Fernández Flórez. Todos iban con unos rostros alargados, mirada triste, como de pésame, y los ceños fruncidos. Rehuían su mirada y no se atrevían a dirigirle la palabra. El escritor gallego creyó que venían a comunicarle la desaparición de sus maletas o, lo más trágico, que se hubiera pegado el quinceavo arroz que le tocaba probar ese día, -Tiene usted mala suerte-, dijo uno de ellos decidido a afrontar el asunto. ¿Por que? -Este tiempo…este indigno tiempo… hasta ayer -añadió otro-, unos días primaverales…
Usted, claro, querrá paraguas -le dijeron solícitamente al escritor- ¿Cómo va a salir de aquí con esta lluvia?La situación pluviométrica era la siguiente: -caía una gota frente a la casa numero seis, otra frente a la numero veinte, otra en la Rambla, otra en el Castillo de San Fernando…- Había que procurarle un paraguas, pero ¿quien tenia aquí un paraguas? No recordaban bien. Quizás un señor que suele viajar por el Norte... acaso en las farmacias... Desde luego, alguien conocía en Denia a una anciana que poseía un paraguas. Si se quería enviar un auto a buscarla...
Fernández Florez remacha esta parte climática de su experiencia alicantina: -Al dia siguiente lucio un alegre sol en el cielo sin nubes, y las noches tuvieron la serenidad y la dulzura de las postrimerías de un verano. Ya se donde se refugia la Primavera cuando el invierno baja del Norte como un vikingo depredador, para invadir Europa…- Y así quedó, Alicante, para siempre, como la Casa de la Primavera.